miércoles, 29 de mayo de 2019

La mujer del prójimo, de Nelson Rodrigues


Presentación, selección y traducción de Agustín Abreu Cornelio

Una mujer adúltera, puesta en evidencia por una nota en el periódico Crítica, mató de un tiro a Roberto Rodrigues. Era 1929 y Nelson Rodrigues (1912-1980), hermano de aquel asesinado e hijo del dueño del diario, quedaría marcado para siempre por los conflictos entre el deseo y la sociedad. Nelson llegaría a convertirse en figura primordial de las letras brasileñas, pero aquellos conflictos de su adolescencia surgirían frecuentemente en sus obras. Por ejemplo, su pieza más importante, Vestido de novia (estrenada en 1943), un parteaguas que distingue lo viejo de lo nuevo en el teatro de aquel país —asegura Teresinka Pereira—, escenifica la disputa entre la realidad, la memoria y la alucinación de una protagonista que se debate entre el amor y el crimen.
Además del éxito teatral, Nelson Rodrigues fue también un fecundo autor de novelas y de cuentos. Tal era su capacidad narrativa que, de 1951 a 1961, publicó seis cuentos cada semana en el diario Última Hora, en el espacio “La vida como ella es…” Estos cuentos se alejaban de la introspección freudiana de sus piezas teatrales para abordar “objetivamente”, a la manera periodística, los conflictos del violento espacio urbano moderno, donde la mujer estaba tomando cada vez mayor relevancia. Beatriz Polidori afirma que dicha nueva presencia reconfiguró también los espacios donde el amor y el deseo se sociabilizaban, volviendo necesarios nuevos patrones de conducta y nuevos valores. “La vida como ella es”, de donde seleccionamos el cuento “La mujer del prójimo”, no puede considerarse un simple reflejo de su época, sino la expresión de una masculinidad que intentaba participar en esta nueva realidad; y era una masculinidad con un pasado marcado, trágicamente, por la acción de una mujer agraviada.
Cuando movimientos como #metoo obligan a repensar la sociedad con un enfoque de género más equitativo, cuando hace falta reformular y revalorar las maneras como el deseo y la sexualidad se sociabilizan, algo podemos aprender de los relatos de Nelson Rodrigues. Aunque el propio autor se definió a sí mismo como reaccionario y fue incapaz de comprender el feminismo, la pretendida objetividad de sus cuentos terminaba por develar los excesos tragicómicos de la sociedad y de los individuos y, entonces, el juicio crítico apuntaba hacia aquello que la vida ya no podía continuar siendo.





La mujer del prójimo

Apareció en el billar e hizo la pregunta:
—¿Han visto al bestia de Goveia?
Un tipo con dientes chuecos, que le ponía tiza al taco, respondió:
—¡No veo a Goveia desde hace trecientos años!
Mientras otro, que venía llegando, indagó:
—¿Hoy no es viernes?— Y agregó: —El viernes es el día en que se encuentra con la mujer del notario.
Entonces, Arlindo, que también era notario, tuvo que admitir: —¡Es verdad! ¡Es verdad!— Y, de hecho, los viernes Goveia era una figura imposible. Desaparecía sin dejar vestigios. Pero los amigos, los íntimos, sabían que él estaba en alguna parte del Distrito Federal de Río, revolcándose con una treintona que, según él mismo, era su pasión inmortal más reciente. Ese único y escaso encuentro semanal era sagrado para Goveia. Abandonaba negocios, abandonaba compromisos, abandonaba a otras mujeres, para meterse en un departamento de Copacabana que un amigo le prestaba o, mejor, que un amigo le rentaba, a base de doscientos cruceiros por cada vez. Pero, como era un big departamento, con refrigerador, victrola, regadera frío/caliente, vista al mar, Goveia reconocía:
—Vale los doscientos billetes, ¡y hasta más!
Arlindo salió del billar, furioso: —¡Y ahora, una basura!— Hizo sus cálculos: el romance de Goveia con la mujer del notario comenzaba, los viernes, a las cuatro de la tarde. Pero, desde las siete de la mañana, Goveia ya no atendía ni al teléfono, con el pretexto de que el amor exige una concentración previa y total. Conclusión: sólo reaparecía, para el mundo, a las once de la noche, a la media noche. Rodeado de amigos, acostumbraba decir:
—¡No se admiren si, un día cualquiera, salgo de ese departamento en una carroza!
Aquel viernes, Arlindo tenía que resolver un  asunto urgente con Goveia, y dramatizaba: —¡Un asunto de vida o muerte!— Pero la verdad es que tenía que dejar pasar el tiempo. A las once de la noche, apareció en el billar. Diez, quince minutos después, surgió Goveia. Arlindo se lanzó:
—¡Al fin, diantres! Vamos a hablar, tenemos que conversar de una cosa.
Goveia, cansado, bostezando y con sueño, quería sentarse, quería conversar tomando cerveza. Y, entonces, caminando por la banqueta, lado a lado con el amigo, Arlindo comenzó:
—Dime, ¿me tienes confianza?
Se admiró:
—¿Por qué?
—¿Me tienes?
—Claro que te tengo.
Se detuvieron en la esquina. Arlindo saca un cigarro y lo enciende. Tira el palito del fósforo y continúa:
—Bueno, si me tienes confianza, vas a decirme lo siguiente: ¿quién es la mujer del notario? ¿Cómo se llama? ¿La conozco? ¡Habla! ¡Tú nunca me escondiste nada! Quiero saber o, mejor, ¡necesito saber!
Pausa. Finalmente, Goveia menea la cabeza:
—Tienes una paciencia santísima, pero no abriré la boca para hablar de esa señora. Es un caso serio, muy serio, que puede resultar en disparos, muerte, al diablo. Disculpa. Pero este negocio de la identidad es de doble filo.
Arlindo respira hondo:
—¿Quieres decir que no me lo cuentas?
Y el otro, firme:
—No.
Arlindo le pone la mano en el hombro:
—Ya que tú no hablas, hablaré yo. Tú discreción es inútil. Yo lo sé, yo sé quién es esa dama.
—¿Sabes?
—Lo sé. Perfectamente. Lo sé.
Nueva pausa. Goveia se arriesgó:
—¿Quién es?
Y el otro, bajito, sin dejar de mirarlo con fijeza:
—Es mi mujer. Sí, señor, mi mujer, sí.
Goveia retrocede, lívido:
—¡No, no!
Pero el otro, rápido, ya lo agarra por el cuello. Conteniendo su cólera, continúa:
—Ayer, durmiendo, ella pronunció tu nombre. Era el tuyo. Fui besado como si fuera Goveia. Entonces descubrí que la tal mujer del notario era mía. Y que el notario era yo.
Lívido, Goveia lo niega:
—¡Te lo juro!—  Y repetía: —¡Lo juro!
Quiso desasirse en un empujón salvaje. Pero el otro, más fuerte, lo subyugó, con una facilidad pavorosa. Y, de súbito, Goveia comenzó a llorar. Pedía: —¡No me mates! ¡No me mates!— Arlindo lo soltó:
—Mira, perro: no voy a matar a nadie, ni a ti ni a ella. Quiero mucho a mi mujer. La quiero tanto que no te mato para que ella no sufra. Pero quiero que sepas lo siguiente—, pausa y pregunta: —¿Me estás oyendo?
Entre sollozos:
—Sí.
Y Arlindo:
—Mi venganza es la siguiente: de ahora en adelante, siempre que te encuentre, y en donde sea, te escupiré en la cara. ¡Va a comenzar aquí!
Era tarde y la calle estaba desierta. Fue una escena sin testigos: como hipnotizado, Goveia no esbozó ni un movimiento de fuga, ni nada. E, incluso, instintivamente, irguió el rostro, pareció ofrecer el rostro. Vio a Arlindo alejarse tranquilo y realizado; se quedó de pie, en la esquina, con la saliva ajena colgando de su cara, elástica y hedionda. Finalmente, tomó el fino pañuelo caro y perfumado, el que usaba los viernes para los encuentros con la esposa del otro, y se enjugó aquello. Se fue desvariando. Se preguntaba: —¿Y ahora? ¿Y ahora?— Lo que quedaba, en lo más profundo de sí, era la certeza que el otro habría de perseguirlo, a escupitajos, hasta el fin de los siglos. Esa noche no pudo dormir. Por la mañana, con el ojo vidrioso, el labio trémulo, recorrió a los amigos comunes. Contaba el episodio y pedía consejo. Uno, geniudo, fue tajante:
—Si un tipo me escupiera en la cara, ¡le pegaba un tiro en la boca!
Goveia replicó:
—¡Pero me agarré a su mujer! ¿No comprendes? ¡Yo me agarré a su mujer!
Y el amigo:
—¿Y qué? ¡Tú no eres el primero ni serás el último en cogerse a la mujer del prójimo! Nadie es perfecto, caramba, ¡nadie es perfecto!
De todos los consejos recibidos, el más ponderado fue el de un tío de Goveia. Esto le sugirió el viejo: —¡Emigra, muchacho! Vete a China, ¡a Conchinchina! Si no tienes coraje para reaccionar, para partirle la cara, ¡la solución es emigrar!—.
Bien que le gustaría huir, desaparecer. Pero estaba como encantado, hipnotizado. Siempre que veía al enemigo, se plantaba a media calle y el impulso de la fuga se moría al fondo de su ser. El otro llegaba y, públicamente, le escupía la cara, sin que Goveia, al menos, bajara la cabeza o desviara el rostro. Incluso traía un pañuelo suplementario para limpiarse los escupitajos. Pero lo peor fue en el velorio de un amigo en común: Arlindo se apareció y, sin ningún respeto por el lugar, vino en su dirección. Goveia todavía balbuceó un reclamo:
—¡Aquí no! ¡Aquí no!
Pero Arlindo, implacable, le escupió una vez, al menos. Era demasiado. Alucinado, Goveia salió corriendo. Más tarde, en su casa, se metió una bala en los sesos.



sábado, 13 de abril de 2019

Historias de familia: cuentos de Ignácio de Loyola Brandão

Presentación, selección y traducción de Agustín Abreu Cornelio

Ignácio de Loyola Brandão (Araraquara, São Paulo, 1936) es un polifacético narrador brasileño, destacado por sus libros de viaje lo mismo que por sus textos infantiles, sus novelas distópicas o su crónica como sobreviviente de un aneurisma cerebral. Al igual que muchos otros escritores de su generación –como Rubem Fonseca o Roberto Drummond–, Brandão llegó a la literatura través del periodismo y, además, el periodismo hecho en plena dictadura militar (1964-1985), lo cual ha marcado sus relatos con un carácter de urgencia y crudeza.
Sus dos grandes novelas –Cero, publicada en 1975 e inmediatamente prohibida en Brasil, y No verás país ninguno– dan cuenta del desquiciamiento institucional y discursivo de la nación a partir de una representación donde convergen el realismo y el absurdo. Pese a la censura, Cero obtuvo el premio a Mejor Ficción del año 1976, concedido por la Fundación Cultural del Distrito Federal, y su autor también ha merecido los prestigiosos Jabutí, el premio de la Fundación Biblioteca Nacional y el Machado de Assis.
Los cuentos de Brandão también se mueven entre los polos del absurdo y el realismo, develando la liviandad que sostiene algunas de nuestras instituciones sociales más preciadas. Los siguientes cuentos corresponden al primer capítulo de Las cabezas del lunes (1983) y abordan lo que solemos llamar la “célula básica de la sociedad”, caricaturizando hasta el extremo el amor que “por naturaleza” vincula a padres e hijos.


La enana prefabricada y su padre, el ambicioso marronero

De este modo, la niña no creció. Tenía las piernas torcidas, la cabeza plana como una mesa, los ojos saltones: un globo, con los martillazos, se le había salido. Y así el ojo andaba colgando de los nervios. Con el ojo caído, la niña divisaba el piso, y lo divisaba bien. Por eso nunca se tropezaba.
La niña disminuyó, entró a la escuela, se graduó. Y el padre, esperando que el circo viniera a la ciudad. La enana tuvo pocos enamorados en su vida. A los muchachos de la ciudad no les gustaba su cabeza plana como una mesa. Uno de sus enamorados fue un mudo; el otro, un ciego.
Con el paso del tiempo, el padre iba enseñando a la hija los trucos del circo: caminar en la cuerda floja, lanzar dagas, equilibrar platos en la punta de unas varas, hacer malabares con pelotas, andar sobre barriles, saltar a través de un aro de fuego, caer al suelo (haciendo gracia) sin lastimarse, ponerse de pie en el lomo de los caballos.
De vez en cuando, el padre le prestaba la hija al cura, a causa de alguna kermés. Ella sustituía al conejo en los juegos de azar. Había unas cuantas casitas dispuestas en círculo. Cada casita tenía un número. A una señal del cura, la niña corría y entraba en una casita. Quien tuviese aquel número ganaba el premio. A la enana no le gustaban las kermeses porque se cansaba mucho y también porque al día siguiente se ponía triste por todas las personas que habían perdido. Ellos la seguían por la calle, gritando: “¡Eh, chaparrita!... ¡Por qué no entraste en mi número?”
Un día el circo llegó a la ciudad, con su lona colorida, un elefante enterito color rosa, una onza pintada, payasos, carteles y una trapecista gorda que vivía cayéndose en la red. El padre mandó hacer un vestido de satín rojo, con cinturón verde, para la enana. Compró unos zapatos negros y medias tres cuartos. Llevó a la hija al circo. Ella mostró todo lo que sabía, pero el director dijo que ya hacían todo eso: caminaban por el alambre y por la cuerda floja, equilibraban cosas, saltaban a través de arcos de fuego, cabalgaban de pie sobre el lomo de caballos. Sólo había una vacante, pero no quería dársela a la enana porque la encontraba muy bonitica. Pero el padre insistió y la enana también. Ella estaba cansada de la vida en esa pequeña ciudad donde el pueblo sólo veía televisión todo el tiempo. Y el dueño del circo dijo que el puesto era de ella: la enana sería comida por el león, porque había una tremenda escasez de carne. Y así, al día siguiente, a las seis horas, la niña se bañó, se puso perfume Royal Briar, comió, se puso su vestido rojo, con cinturón verde, una rosa en la cabeza y partió contenta para su empleo.


Un dedo por biscocho

Estaba loco por los biscochos. Entonces, su madre le dijo: “Cada vez que quieras un biscocho, date un martillazo en el dedo. Puede ser de la mano o del pie. De ahí, luego, yo te doy un biscocho”. Después, él quiso un biscocho y agarró el martillo del padre y se dio en el dedo del pie, magullándolo todito. Y cuando la madre le dio el biscocho, él lo comió con un poco de la carnita del dedo que tenía sangrando. Más tarde, quiso otro biscocho, se dio otro martillazo en el dedito del pie y la madre corrió con el biscocho. Y él comió el biscocho con la carne del dedito y le gustó todavía más, y luego dio con el martillo en otro dedo y comió el biscocho con el dedo magullado. Al día siguiente, dio cinco martillazos, comió cinco biscochos y cinco dedos, y se preocupó, porque ahora sólo tenía dos dedos y estaba loco por comerlos, con un hambre enfermiza. Hasta que se dio cuenta que la madre sonreía y esperaba, cerca de allí, con la caja de biscochos abierta. Biscochos tostaditos, deliciosos, Aymoré, Duchen, Tostines, Agua y Sal, Cream Crackers, Enrolladitos de Guayaba, Reno, María, Maizena, sándwiches. Y se le hacía agua la boca. Tanto que martilleó de inmediato los dos últimos dedos de los pies. Se tragó los biscochos y la carne, pero seguía con hambre todavía, martilló los dedos de la mano, pidió a la madre que le martillase los dedos de la otra mano. Y se desesperó al ver que no le quedaba ningún dedo, y la madre allí, con la caja de biscochos. Y cuando él, sin dedos, volteó para mirarla, afligido, angustiado, hambriento, la madre le dijo: “La gula es algo feo”.


Amo a mi hija

Compraba revistas y recortaba las mujeres bonitas. Las guardaba en un plástico. Cada quince días, se sacaba fotografías. Examinaba cada una de sus fotos, se desanimaba: no podía competir. Aún tenían que ser las otras. Entonces le mandaba a su madre las fotos de las muchachas de las revistas con una nota: “Mire qué lindas éstas. Espero que le gusten. Que esté orgullosa de ellas.” La madre las recibía, escogía una, la cambiaba por otra existente en la cartera e iba a presumir a las amigas: “Vean a mi hija, cómo es de bonita.” La madre se había decepcionado cuando ella nació. Todavía más cuando creció gordita, un poco jorobada, los pechos grandes, andando con los pies para adentro. Tenía los dientes bonitos y por eso se reía sin pensar, por cualquier cosa, alegre o triste. Era una risa neurótica que incomodaba. Caía bien, era buena. Pero la madre no se conformaba. Y en la cartera, donde debía tener el retrato de la hija, ella colocaba fotos de modelos, artistas de cine y mujeres de sociedad. La hija era quien las escogía y enviaba. Se ponía feliz con la felicidad de la madre. “Una más, mamá, espero que ésta le guste.”


viernes, 15 de marzo de 2019

"A Cicatriz", de Adélia Prado



Estão equivocados os teólogos
quando descrevem Deus em seus tratados.
Esperai por mim que vou ser apontada
como aquela que fez o irreparável.
Deus vai nascer de novo para me resgatar.
Me mata, Jonathan, com sua faca,
me livra do cativeiro do tempo.
Quero entender suas unhas,
o plano não se fixa, sua cara desaparece.
Eu amo o tempo por que amo este inferno,
este amor doloroso que precisa do corpo,
da proteção de Deus para dizer - se
nesta tarde infestada de pedestres.
Ter um corpo é como fazer poemas,
pisar margen de abismos,
             eu te amo.
Seu relógio,
             incongruente como meus sapatos,
uma cruz gozosa, ó Félix Culpa!




El poema fue incluido en Poesia Reunida, Rio de Janeiro: Record, 2016.

lunes, 11 de febrero de 2019

“Las mujeres de mi tierra”, de Alda Espírito Santo



Trad. Agustín Abreu Cornelio

Hermanas de mi pequeño terrón
que pasan a través de mi país de África,
es para ustedes, hermanas, mi alma entera
—hay en mí una laguna amarga—.
Quisiera hablar con ustedes en nuestro criollo meloso,
quisiera llevar hasta ustedes el mensaje de nuestras vidas
en lengua maternal, bebida con la leche de nuestros días primeros.

Pero, hermanas, buscaré un idioma prestado
para mostrarles nuestra tierra,
nuestro gran continente,
de una punta a otra.
Quisiera que descendiéramos a nuestras playas
donde ustedes arrastran las gibas del litoral,
sentarme en la estera de nuestras casas,
contar junto a ustedes los diez mil reyes
de los granos vendidos
en la tienda más cercana,
del vino de palma
regateado en los caminos,
del andín[1] vendido en piñas,
en las primeras horas del día.

También quisiera
conversar con las lavanderas de nuestros ríos,
sobre la ropa de cada día,
sobre la salud de nuestros hijos
roídos por la fiebre
recorriendo leguas camino a la escuela.

Hermana, nuestra plática es larga.
Es larga nuestra plática.
A través de los siglos
de servidumbre y miseria…
Es largo el camino de nuestra pena.
Nuestros pies descalzos
están cansados por tanto trabajo…
El dinero no llega
para vencer nuestra hambre
de nuestros hijos
sin trabajo,
engullendo plátano sin pescado
por muchos días de penuria.

No haremos más “nozados”[2] largos
ni lanzaremos al mar
en las fiestas de Santos sin nombre
la salud de nuestros bellos niños,
la esperanza de nuestra tierra.

Una larga plática, hermanas.
Vamos a juntar nuestras manos
callosas por abrir carozo,
sucias de plátano
fermentado en el “macucu”[3]
en nuestra cocina
de “vaya a plegar”…

Nuestra tierra es linda, amigas,
y queremos
que sea grande…
¡A lo largo del tiempo!...
Pero es necesario, hermanas,
conquistar las Islas enteras
de pe a pa.

Amigas, nuestras manos juntas,
     nuestras manos negras
cogiendo nuestros sueños estériles,
barriendo con furia,
con la furia de nuestras “palayés”,[4]
     de nuestros mercados,
las cosas malas de nuestra vida.

     Pero es necesario conversar
a lo largo de los caminos.
     Tú y yo, hermana mía.
Es necesario entender nuestro hablar
     juntas tomadas de las manos,
¡hagamos nuestra fiesta…!

     La fiesta descenderá
a través de todos los pueblos,
agitará las palmeras más gigantes
     y tendrá una fuerza grande
pues estaremos juntas, hermanas,
     juntas en la vida
     de nuestra tierra.


Pero es necesario conocer
la razón de nuestras angustias secretas.
     Procurar vencer, hermanas,
la furia del río
     en días de tornado,
     saber la razón,
encontrar la razón de todo…
“Nuestros hijos,
nuestro hijo murió
     roído por la fiebre”…
Muchos pequeñitos
     mueren todos los días
     vencidos por la fiebre,
     vencidos por la vida…
………………………………………………..
No gritaremos más
     nuestros cánticos dolorosos
preñados de eterna resignación…
Otro canto se elevará, hermanas,
por encima de nuestras cabezas.
Procuremos la razón.
La hora de nuestras razones vencidas
se avecina.
La hora de nuestra plática
será larga.
Alrededor de las semillas,
alrededor de las cartas
escritas por otros,
porque el hambre es grande
y no sabemos leer.
No sabemos leer, hermanas,
pero vamos a vencer el miedo.

Vamos a vencer nuestro miedo
a estar solas en la tierra inmensa.
Jamás estaremos solitarias…
Porque nuestra fuerza ha de crecer.
Entonces conquistaremos
     para nosotras,
para los hijos engendrados en nuestro vientre,
en nuestras horas de Angustia,
     —para nosotras—
nuestra bella tierra,
en el día que se avecina
saliendo de nuestras bocas,
     una palabra bella,
bella y silenciosa,
la palabra más bella
seseada en nuestro criollo,
la palabra sin nombre
     entonada en silencio
     por un coro gigante,
corriendo a lo largo de nuestras cascadas,
de las cataratas más distantes,
el canto del silencio, hermanas,
ha de sonar
cuando llegue la “gravana”,[5]
a lo largo de nuestras pláticas
en el atardecer en nuestras casas
     sin nombre.



[1] Palma de origen africano de cuyas piñas se extrae un aceite muy apreciado por la industria actual.
[2] En Santo Tomé y Príncipe, ceremonias rituales en memoria de los muertos.
[3] Conjunto de tres piedras colocado en el fuego para sostener las ollas.
[4] En Santo Tomé y Príncipe, nombre que se da a las mujeres dedicadas al procesamiento y comercialización del pescado.
[5] En Santo Tomé y Príncipe, la estación de sequía que va de mayo a octubre.


Alda Espírito Santo (1926-2010) es una de los poetas más importantes de Santo Tomé y Príncipe, pequeño país africano en cuya independencia de Portugal colaboró. Su libro más importante, É nosso o solo sagrado da terra, fue publicado en 1978; Alda, además, es la autora de la letra del himno nacional de su joven patria.
La presente traducción no hubiera sido posible sin los comentarios de Luana Moreira Reis (quien además me dio a conocer a esta poeta) y otros participantes de AddVerse, círculo de poesía de la Universidad de Pittsburgh, a quienes les estoy muy agradecido.

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