miércoles, 25 de junio de 2008

Los jóvenes que no venden BigMac

por Agustín Abreu Cornelio
(publicado en Vanguardia)

Hay una espiral que intenta arrastrarnos a la homogeneidad. Conseguir que todos seamos iguales y consumamos impulsivamente las mismas cosas es el sueño del genio maligno del capitalismo (no confundir con la alegoría de René Descartes). Esa espiral se llama globalización y tiene tantos años de vida como la Modernidad, es producto de una radical defensa de los postulados del liberalismo de John Stuart Mill y del mercantilismo británico, pero al desaparecer sus contrapesos ideológicos y económicos (sobre todo el bloque socialista, sistema político del que también descreo) ha acelerado su giro, en el cual por momentos nos estira y por momentos nos comprime emocional y simbólicamente. El ejemplo más claro de ello es lo que ocurre con los jóvenes en la actualidad.

Debo detenerme en la frase anterior, ¿cuál es la relación entre la actualidad y los jóvenes? Algunos hombres maduros afirman que el mundo de hoy es de los jóvenes, pero no es a esta evasión de las propias responsabilidades a la cual intento referirme. Es una verdad histórica que en el devenir humano (me refiero al del mundo occidental, al cual el continente americano fue integrado a la fuerza) la categorización de lo joven es relativamente reciente. Antes de hablarse de “jóvenes” se trataba de púberes, imberbes, mozos, efebos, etcétera, a los individuos que no habían alcanzado la madurez biológica. Sin embargo, el término “joven” tiene una connotación social que puede datarse a mediados del siglo XIX, cuando la Primera Revolución Industrial entregaba sus primicias y la clase burguesa se había establecido plenamente en países como Inglaterra. La emergente burguesía pudo darse un privilegio antes reservado a los aristócratas, aplazar el ingreso de sus hijos a la fuerza laboral y a la ocupación en la propia supervivencia, el fin de lo anterior era brindarles la oportunidad de educarse, es decir, de acumular sabiduría y ensayar el ejercicio de los roles que los convertirían en “buenos ciudadanos”. Estos hijos constituyeron una incipiente juventud.

El número de estos jóvenes no consigue aumentar, como para que el uso del plural se justifique, sino hasta bien entrado el siglo que terminó recién. A ello contribuyeron los enfrentamientos bélicos que proliferaron hacia el final del siglo XIX y la primera mitad del siglo XX (la Primera Guerra Mundial, por dar un ejemplo, dejó más de 20 millones de muertos). Es durante la paz de la Guerra Fría que los jóvenes toman conciencia de su colectividad y asumen el espacio intergeneracional que la sociedad les cedía.

Los jóvenes se encuentran con una paradoja: están siendo entrenados para integrarse en un mundo que no los toma en cuenta, que ahoga sus anhelos y reprime sus expresiones más íntimas. Es doblemente paradójico si tomamos en cuenta que durante la adolescencia, o primera juventud, hombres y mujeres se forjan su identidad por oposición a los otros, pero los otros intentan asimilarlos. La posguerra es también el período en que las desigualdades de la sociedad capitalista se hacen evidentes y coincide con la masificación de los estudios superiores. En las escuelas de humanidades de Europa inicia una desacralización de la ideología marxista que, por un lado, permitirá hacer una crítica seria de ella y, por otro, desvanecerá el miedo que la envolvía.

Herbert Marcuse, uno de los principales pensadores de la Escuela de Frankfurt, desarrolló una visión teórica ecléctica que reúne conceptos de dos disciplinas dispares: la sociología marxista y el psicoanálisis de Freud. Marcuse aseguraba que el régimen capitalista generaba, en ese momento, suficiente riqueza para asegurar el bienestar de todos, y que si las disparidades no disminuían era debido a una manipulación generalizada de la conciencia. El pensador alemán, avecindado en Estados Unidos después de la Segunda Guerra Mundial, vio en los jóvenes a un grupo que dada su condición de estudiantes, individuos preparándose para la vida social, aún no habían sido normalizados completamente, la manipulación no se había completado en ellos por lo que estaban en posición de desencadenar una revolución que derruyera la estructura clasista de la sociedad.

Marcuse fue uno de los inspiradores de los movimientos estudiantiles que se dieron por todo el mundo (incluyendo países comunistas de Europa del Este) a fines de la década de los sesenta. Los jóvenes, cansados de ser excluidos de las decisiones relevantes tomaron las calles para manifestar su disconformidad con los sistemas educativos y políticos. Cabe mencionar una de las consignas que los jóvenes gritaban en París, en 1968: “la imaginación al poder”.

Estos movimientos obtuvieron algunas pocas victorias (en México, por ejemplo, se logró que se llevara a la práctica la autonomía universitaria), pero a costa de muchas vidas, desapariciones, golpes e injurias. El movimiento masivo que soñó Marcuse es continuamente derrotado por mecanismos de represión y de captación, ya que muchos de los líderes estudiantiles terminan integrándose al orden político y a las instituciones que habían criticado. La juventud, entonces, se ha dispersado en múltiples grupos, en pequeños núcleos de resistencia contra la ideología hegemónica que retoman elementos de los “gangs” que proliferaron en Estados Unidos desde principios del siglo XX. Pero si las pandillas originalmente atendían más a la unidad racial, los grupos contemporáneos son más abiertos a la diversidad a favor de una construcción simbólica compartida que se hace presente en una estética, uso de un léxico peculiar y comunión de emociones y afanes ideológicos. Estos grupos son llamados actualmente “tribus urbanas”, aunque personalmente considero más apropiado etiquetarlos “culturas juveniles” por razones que más adelante expondré.

Estos núcleos llevan el adjetivo “urbano” debido, en primer lugar, a que la baja densidad poblacional del medio rural impide que la diversidad simbólica arraigue ahí, ya que estos grupos construyen su identidad común de una manera diferencial ante los otros. Y en segundo lugar, porque en los medios rurales el período de educación de las personas se ve limitado por causas sociales y económicas, de tal manera que los jóvenes se ven urgidos a emplearse muy pronto para ganar el sustento.

Son variados los factores que brindan cohesión a las llamadas tribus urbanas, estas construcciones simbólicas que se oponen a la ideología hegemónica, sustituyendo a las manifestaciones culturales regionales y locales como contrapeso en la conformación de la “aldea global”. Aquí me detendré en un par de ellos.

El factor de la música

Antes de la revolución electrónica las manifestaciones artísticas no propiciaban una diferencia intergeneracional. Sin embargo, el surgimiento de los receptores de radio baratos y la difusión de la televisión, al parejo del crecimiento de la juventud tal como se ha descrito en el apartado anterior, propiciaron que los jóvenes se convirtieran en un público muy redituable para las incipientes industrias culturales como eran las disqueras y las televisoras, que no dudaron en brindar oportunidad a jóvenes que acentuaban su identidad juvenil en oposición al mundo adulto. El primer gran fenómeno de este tipo fue Elvis Presley, le siguió el cuarteto de Liverpool, los Beatles, quienes modificaron minucias de la apariencia normalizada, sin embargo, pronto proliferaron estilos de peinados y maneras de bailar entre los jóvenes.

La industria no podía dejar escapar un negocio tan jugoso, así que por más radicales que se volvieran el atuendo y el comportamiento de “productos de consumo” como Elvis o John Lennon, fueron solapados y comercializados. De esta manera se instauró el consumismo entre los jóvenes que debían imitar la estética de su estrella de rock favorita: Mick Jagger, Jim Morrison, Hendrix, Janis Joplin o como se llamase. Inclusive grupos con una tendencia política contraria al capitalismo, tales como el movimiento hippie, vestían ropa característica (aunque se despojaran de ella a la menor provocación) que acompañaban con accesorios tales como pulseras tejidas, lentes oscuros, en fin.

Esta identificación de las llamadas tribus urbanas con ciertas tendencias musicales y con la estética de las “estrellas” se ha mantenido y diversificado. En la actualidad puede hablarse de punketos, darketos, metaleros que se identifican con el punk, el heavy metal o el dark metal.

Claro, no se puede pasar por alto que muchos movimientos musicales están imbuidos de una base ideológica firme, crítica y muchas veces contestataria del entorno que los jóvenes sufren. Así la palabra punk, que en inglés se usa de manera ambigua para referirse a basura o a vagos “sin oficio ni beneficio”, fue apropiada por los músicos de este género como un sinónimo de “desclasado”, alguien que está fuera de la estructura social y que la cuestiona. Por su filiación ideológica, el punk es heredero de las agrupaciones anarquistas que proliferaron en todo el mundo a principios del siglo XX, los cuales fueron paulatinamente agotados por los bandos capitalista y comunista.

Paradójicamente, el proceso de la globalización y los medios de comunicación actuales, por el efecto de la mercantilización de los productos culturales, han permitido que dichas construcciones simbólicas opositoras de la homogenización tengan presencia global, así podemos encontrar grupos de skatos, rastas u otros lo mismo en Nueva York que en México o Roma.

Junto a la música aparecen otros mecanismos unificadores como la fiesta, la tocada, el concierto, sitios que proliferaron de manera subterránea (en México existieron los hoyos funkies en los setentas y los conciertos espontáneos en patios y garajes privados) y que se constituyeron como focos de rebeldía contra la autoridad de los padres y de la sociedad. Actualmente estos espacios son permitidos por las autoridades, pero no han perdido su carácter alternativo y contestatario. La fiesta, como el carnaval que estudió Mijail Bajtín, permite la inversión de los valores y la conmoción de la jerarquía social, es un ejercicio que brinda la posibilidad de subvertir la manipulación hegemónica.

El factor del cuerpo como lenguaje común

Fruto del extremo racionalismo de la modernidad es el desdén del cuerpo. Heredero de la tradición neoplatónica del catolicismo que veía al cuerpo como la cárcel del alma (recuérdese la poesía mística de San Juan de la Cruz o los ejercicios espirituales de San Ignacio de Loyola), René Descartes descreyó del testimonio de los sentidos y declaró al pensamiento como la única evidencia fidedigna de la existencia del hombre. Junto al cuerpo fueron extirpados del ser humano las emociones y las intuiciones. Y, si ya he descrito la masificación de la modernidad en la cual los nombres se disuelven y sólo existen los roles sociales, se entiende que los jóvenes que aún no son absorbidos por el engranaje se aferren a su cuerpo como el único medio que les permitirá ser vistos en el mundo. Por lo anterior es comprensible que en los miembros de la tristemente célebre tribu urbana de los emos (el nombre de esta subcultura es apócope de emoción) sea práctica común hacer breves incisiones en la piel, ya que el dolor físico hace olvidar el dolor emocional, según dicen. Es comprensible pero no se debe disculpar al entorno adulto que no atiende esas llamadas de atención que pueden ser síntoma de una depresión profunda.

Poco a poco, los “buenos modales” y la división del trabajo fueron decretando la frialdad y el distanciamiento de las relaciones interpersonales. El nacimiento de las culturas juveniles coincide con la liberación del cuerpo, cuyo primer gran logro fue la legalización de la píldora anticonceptiva en los años sesenta. A este movimiento se han adherido jóvenes que han crecido en familias disfuncionales (ojo, una familia tradicional puede ser disfuncional si no logra adaptarse a las condiciones sociales que la rodean) y que están urgidos del afecto que sólo puede transmitirse por el roce, la caricia, el abrazo. De ahí que en muchos de los ritos que otorgan unidad a una tribu urbana cumpla un papel preponderante el contacto físico: bailes, golpes, el consumo común de alcohol y drogas.

El cuerpo se convierte en el sitio adecuado para expresar las filiaciones a tal o cual grupo o cultura juvenil. No sólo el peinado, el maquillaje y la ropa se tornan lenguaje, sino que proliferan el uso de accesorios simbólicos (algunos son reinvenciones de símbolos preexistentes, como el caso de la cruz entre los darketos). El cuerpo también es objeto de transformaciones perdurables, algunas de ellas se oponen radicalmente a las disposiciones sociales, tales como los tatuajes y el uso de piercings en distintas partes del cuerpo.

Volviendo al caso de moda, entre los emos se utilizan productos provenientes de la cultura pop, desde referencias a la obra del cineasta Tim Burton hasta personajes de las historietas japonesas; no está muy errado el ensayista Heriberto Yépez al mencionar que “los emos son la primera contracultura cute. Lo nice y lo cute son categorías estéticas de la sociedad de consumo para halagar lo sanforizado.” Este tipo de actitudes parecen desprestigiar al cuerpo y convertirlo en medio de producción y consumo de mercancías (un comentario irónico de internet advertía: “si tienes sobrepeso, ¡olvídalo!, no hay emos gorditos”). Sin embargo, lo que este grupo pretende demostrar con su ética y con su estética, ambas tan despolitizadas, es la abulia total a la que son orillados por una sociedad que ni los ve ni los oye ni los siente.

Si atendemos al odio que se ha despertado contra este grupo por otras tribus urbanas, encontraremos frases como “ustedes confunden el punk, el hardcore, confunden el screamo, juntan todas las corrientes nada más para darle un significado a su estúpido y pendejo movimiento” (palabras transmitidas por el conductor de Telehit, Kristoff, señalado como el incitador del linchamiento de emos en Queretaro, el D.F. y otras partes del país). Estas palabras hacen notar que la apropiación tribal no se reduce a un territorio físico, sino que también cuidan celosamente su léxico. Los góticos se quejan de que los emos se han apropiado y desprestigiado algunos elementos de su look, como el empleo del delineador de ojos y el privilegio del color negro en el vestido.

A manera de intransmisible hacia la reflexión

Si algo tengo claro es que no se puede satanizar a quien tiene el valor de pensar diferente, porque ello implica sobreponerse al peso de una sociedad que intenta imponer una visión de la realidad injusta e ineficaz. El surgimiento de las culturas juveniles no debe ser motivo para la segregación o el señalamiento, acusando a los jóvenes de vagos o delincuentes. Los jóvenes se encuentran en una condición privilegiada que implica una responsabilidad que el mundo adulto no ha sabido apreciar, son ellos los que tienen la posibilidad de revolucionar nuestra injusta molicie.

Aunque entiendo que se ha tomado el nombre “tribus urbanas” como resultado de la analogía de los mecanismos de organización tribal con los grupos juveniles, prefiero el uso de “culturas juveniles” pues creo que el argot de los científicos sociales otorga una connotación negativa a los grupos de jóvenes cuando los nombra “tribus”, ya que éste (también en una acepción eurocéntrica) define a una organización social primitiva, contraria a la civilidad de la sociedad occidental. Como dice el sociólogo chileno, Raúl Zarzuri Cortés: “todas las obsesiones del mundo adulto con los jóvenes, de corte moralista principalmente, denotarían la miopía y la hipocresía de la sociedad en que vivimos, que no es capaz de darse cuenta que el problema no está tanto en los jóvenes, sino en la sociedad que se ha construido”. Evitando que los adolescentes adopten un estilo o se unan a cierta tribu, no se soluciona nada. Debemos comprender que los jóvenes han conformado estos grupos para satisfacer una necesidad de socialización que el orden establecido no ha cubierto.

Esta responsabilidad de que son sujetos los jóvenes es paradójica porque es producto del aplazamiento de su integración a la sociedad normalizada, debido a las falsas expectativas que el sistema educativo genera en ellos y a la escasa oferta del mercado laboral. Los estudios indican que los jóvenes procedentes de alguno de estos grupos, al incrustarse en la fuerza productiva, van deshaciéndose poco a poco del universo simbólico alternativo que lo había identificado en su juventud, lo cual no implica la satisfacción de sus necesidades (sobre todo las emocionales) e integración armónica en la estructura social.

Hoy que proliferan las franquicias y las maquiladoras, las cuales emplean a gran número de jóvenes con salarios precarios, podemos preguntarnos si vale la pena perder a jóvenes críticos, rebeldes que no temen las consecuencias de expresarse por todos los medios que están a su alcance, que se oponen a los efectos de la manipulación hegemónica, que se oponen a la conformación de una aldea global y a la homogenización cultural totalitaria, ¿vale la pena, con tal de ganar un triste obrero que se pasará horas pegando el mismo botón o un vendedor de BigMac?

lunes, 16 de junio de 2008

Masdar, ¿construcción de una distopía?

por Agustín Abreu Cornelio

(publicado en Vanguardia)

En febrero del presente año el gobierno de Abu Dhabi, Emiratos Árabes Unidos, puso formalmente en marcha la construcción de Masdar, una ciudad construida desde los cimientos y que tiene por objetivo erigirse como la primera libre de emisiones de carbono producidas por combustibles fósiles. En nuestros tiempos, cuando el tema ecológico ha cobrado un carácter urgente, estas propuestas deben recibir un aplauso de pie, aunque no pueden soslayarse ciertos factores preocupantes, sobre todo en cuanto a la paradoja que entraña su carácter utópico. Para llegar a ellos adelantaré una revisión de la utopía en el devenir occidental.

El concepto de utopía nació con la modernidad, aunque hay algunos planteamientos provenientes de la antigüedad que podrían considerarse proto-utópicos. Probablemente el más célebre de ellos se encuentra en La República, escrito por Platón en el siglo IV a. de C. Cuando filósofos anteriores se habían preocupado por brindar unidad a la organización del universo (el agua, los números), Platón plantea una escisión tajante de la realidad en dos planos: el de la Idea que comprende las verdades inmutables como el bien y la belleza, así como el resto de los arquetipos, los cuales son inalcanzables en su totalidad al ser humano, dichas verdades se manifiestan, a manera de un resplandor, en los elementos que conforman el segundo plano, el de la realidad tangible en la que se desenvuelve el ser humano (esta concepción se explica mediante la parábola de la caverna).

En La República Platón hace discurrir a sus personajes sobre el concepto de justicia, el cual termina por definirse como la relación en la que “cada cual hace lo que le corresponde”, es decir, donde se privilegia el bienestar común sobre los mudables deseos del individuo. A partir de lo anterior se plantea la posibilidad de una sociedad en la que “cada cual hiciera lo que le corresponde” con una organización estricta basada en la educación para formar buenos ciudadanos (o ciudadanos convenientes al bien común). Una proposición que también ha dado notoriedad a La República es que su autor se decide por expulsar de ella a los artistas y poetas, siendo él mismo un notable poeta, lo cual se debe principalmente a su metafísica, expuesta muy brevemente en el párrafo anterior: el acceso a la realidad ideal está mediado por el crecimiento espiritual del ser humano (para dar seguimiento a los estadios de dicho crecimiento léase la intervención de Sócrates en El Banquete) orientada por una estricta educación, pero, en opinión de Platón, ésta última puede ser pervertida por los artistas que abaratan la realidad haciendo copias de copias: la verdad de una mesa es su arquetipo, la mesa del mundo cotidiano es una copia de ese arquetipo y la pintura de una mesa es copia de la mesa tangible. Sin embargo, Platón no duda en aseverar que la sociedad planteada en La República es ideal, no existe en la realidad y, si pretendiera llevarse a cabo, no se obtendría más que una copia con deficiencias implícitas. Sin embargo, la expulsión de los artistas encontrará su doble siniestro en la historia moderna, la cual se describirá posteriormente.

Uno de los acontecimientos fundacionales de la modernidad es el descubrimiento de América. El hallazgo de este Nuevo Mundo hizo soñar a la sociedad occidental en un lugar carente de toda perversión[1], en términos europeos, y muchas de las crónicas de los exploradores parecían corroborarlo. Basta recordar las cartas de Colón en las cuales relata los indicios que le hacen suponer que el Edén se encuentra en una gran isla ubicada donde hoy sabemos que está Venezuela. De esta clase de relatos se nutrió Tomás Moro para redactar su Sobre el mejor estado y la nueva isla Utopía, librito verdaderamente dorado, no menos festivo que provechoso, conocido mundialmente como Utopía. En dicha obra se describe, a modo de testimonial por un navegante, una sociedad “justa”, en los términos platónicos, desarrollada en una isla del océano Atlántico en la que se fomenta la igualdad, la distribución equitativa tanto de las labores como de las riquezas obtenidas, así como la propiedad común. El neologismo latino que da nombre a la isla y al libro es resultado de unir topos/topia (lugar/localización) con los prefijos ou- (ningún) y eu- (buen), es decir, Tomás Moro logró conjuntar en una sola palabra ningún lugar con buen lugar. En el mismo tono se encuentran las posteriores obras de Tomasso Campanella y Francis Bacon, La ciudad del sol y La nueva Atlantida, respectivamente.

Lo cierto es que en la Edad Media, algunas centurias antes de la Modernidad y de Moro, ya se habían hecho intentos por llevar al terreno de la realidad tangible los planteamientos proto-utópicos, reinterpretados por el neoplatonismo cristiano, contraviniendo la adjetivación “ideal” que Platón le había concedido, y dichos esfuerzos tienen características comunes con la isla Utopía. Me refiero a los monasterios, principalmente fundados a partir del siglo VII por benedictinos y cistercienses. Éstos eran sitios tan aislados de la perversidad humana como lo sería una isla, mediante los muros y la distancia respecto de las grandes poblaciones. Otras semejanzas era la obediencia absoluta al gobierno, escrupulosidad administrativa y que, si bien en ambos casos, luego de las labores cotidianas, los pobladores podían dedicarse al arte y la lectura, en ellas prevalecía un carácter dogmático que desterraba todo instinto individualizador como la creatividad y el erotismo (aquí habría que agradecer las afortunadas sublevaciones de los goliardos y de otros cuyo nombre ha perdurado como Joan Ruys, Arcipreste de Hita).

Sin embargo, estos intentos terminaron por pervertir la cimiente que los había originado: la vida austera, de reflexión y de búsqueda interior, se convirtió en vida corporativa, tan corrupta y enriquecida como las trasnacionales de hoy. En respuesta a dicha degradación surgieron las órdenes mendicantes: franciscanos y los dominicos en el siglo XIII.

Si bien en el Renacimiento, en los albores de la edad moderna, también hubo intenciones de llevar a la práctica los postulados utópicos, ello implica una paradoja que intentaré detallar en breves líneas. A partir del siglo XIV, en Europa central se inició la conmoción de los valores que durante más largo tempo se habían mantenido inconmovibles: el geocentrismo, la aparición de América, la crisis religiosa y el protestantismo declararon el destierro de los dogmas y las verdades absolutos, a partir de entonces todo era falible y objeto del pensamiento humano. Se inauguró la crítica de todas mitologías, la judeocristiana incluida, y con ello se dio un acelerón al proceso de secularización (donde la religión va perdiendo terreno ante otras visiones y explicaciones del mundo).

La crítica se erigió como la característica distintiva del ser humano; bajo su amparo nacen la ciencia y las artes como las conocemos actualmente. Sólo la crítica haría posible el progreso al evidenciar errores e indicar alternativas posibles. La crítica hizo que el hombre se viera a sí mismo, en su colectividad, como indestructible, capaz de comprender el universo y de moldearlo a su conveniencia en una evolución social ad infinitum, que podría ir más allá de la vida terrestre colonizando otros mundos, tal como había ocurrido con América. Parecía que todos los sueños humanos serían asequibles de un momento a otro. Como bien dice Octavio Paz, la crítica de los mitos terminó por convertirse en el mito de la crítica.

Si las visiones no secularizadas del mundo proponían que el paraíso se encontraba en el “más allá”, después de la muerte, la modernidad lo coloca en la Tierra, cerca de nosotros, pero lo suficientemente lejos de nuestro alcance. Tomás Moro y Francis Bacon, lo sitúan en un lugar remoto, en islas perdidas en medio del océano, uno en el Caribe y el otro en Oceanía. Pero las utopías subsiguientes lo alejan un poco más, para ellos el paraíso está en un porvenir que no termina de llegar, siempre en el futuro. El pensamiento utópico se convierte en un ejercicio dialéctico: la proyección del futuro mediante la comprensión del pasado y el rechazo del presente. Siempre plantea una corrección del presente, exhibe sus vicios y explica sus contradicciones.

La utopía, entonces, está contaminada de crítica. Sin embargo, la mayoría de los relatos utópicos presentan una sociedad inmóvil, en ellos priva la descripción sobre la narración. El tiempo pareciera no transcurrir porque el concepto tiempo, en la modernidad, está íntimamente relacionado con la idea de progreso y en una sociedad perfecta no hay progreso posible, por lo tanto la crítica pierde sentido y también la utopía y la capacidad ilimitada de la razón y la característica primordial del ser humano y su lugar en la historia y la historia misma… y todo cae como un castillo de naipes. He aquí la paradoja de la utopía en un nivel pragmático.

Para contrarrestar al mito de la crítica y a la visión positivista del ser humano, a partir del siglo XIX hicieron su aparición en el terreno de la literatura (y durante el siglo XX se instalarán en la cinematografía) las distopías. Esta palabra, también neologismo latino, se relaciona por analogía a la utopía, pero el prefijo dys- denota algo penoso. De tal manera que actualmente se utiliza distopía para referirse a una anti-utopía. Una de las primeras narraciones distópicas es la primera novela de H. G. Wells, La máquina del tiempo, en la que se describe la vida en la Tierra a muchos años en el futuro e inicia describiéndola como una comunión con la naturaleza en completa inocencia (una recreación del mito del buen salvaje). Sin embargo, el protagonista cobra conciencia de los hechos y percibe que el ser humano se ha convertido en ganado de una raza superior.

El elemento de la toma de conciencia es un elemento definidor entre las visiones utópicas y las distópicas. Ya que la utopía privilegia el bien común, implica la reducción de las alteridades, la absorción del otro mutilando sus características distintivas (culturales, afectivas, intelectuales) y fabricando una colección de idénticos. Por otro lado, la distopía parte de la instauración de una utopía en la realidad y describe el bien común, adquirido mediante mecanismos de control, como una felicidad superficial y aberrante: todos son felices de la misma manera, a nadie le es dado escapar a su programación o intentar una felicidad individual. Pero la toma de conciencia de uno mismo, de sus habilidades particulares y de sus aptitudes, conduce a un accionar diferencial y a búsquedas individuales.

Los creadores de distopías suelen partir de una o varias posturas ideológicas vigentes e imaginan su estado más radical. Así lo hizo Aldous Huxley en Un mundo feliz, novela en la que describe una sociedad con postulados eugenéticos (como la reproducción selectiva que proponía el gobierno de la Alemania nazi para alcanzar la pureza de raza), la programación hipnopédica (como la de los shows de hipnotistas que lo mismo pueden hacer que alguien cacaree o que golpee a su esposa en el escenario para el divertimento general), el control emocional mediante fármacos (lo cual se hace en nuestros días con la distribución de drogas con el solapamiento del estado), el acceso limitado a la información y la prohibición del contacto con otros mediante viajes (China). En el Mundo Feliz no se lee a Shakespeare, y las hordas se entregan al más absurdo hedonismo fisiológico y consumista, como en las más altas esferas de nuestra sociedad capitalista.

Podemos reinterpretar la acción de Platón en La República, la expulsión de los artistas y poetas, puesto que son ellos principalmente quienes han enarbolado la bandera de la originalidad, la reflexión en el quehacer propio y la crítica del mundo, siempre con la aspiración de un mundo mejor, con el pensamiento utópico y el rechazo a los desatinos del presente. Los intelectuales, los artistas, los poetas, no se conforman, y son permanentemente expulsados. Para muestra, los siguientes extremos: durante el régimen nazi abandonaron Alemania los científicos más destacados de la primera mitad del siglo XX, entre ellos Albert Einstein, así como artistas de la talla de Bertold Brecht y Paul Klee. Durante la instauración de la Unión Soviética, en vida de Lenin fueron conducidos al suicidio los poetas Sergei Essenin y Vladimir Mayakovsky (en cuya obra se puede percibir claramente el compromiso que tenían con el pueblo ruso y con la utopía socialista), posteriormente huyeron el músico Igor Strawinsky, el lingüista padre del estructuralismo Roman Jakobson, y la censura enmudeció a los novelistas Aleksandr Solzhenitsyn (premio Nóbel 1970) y a Boris Pasternak (premio Nóbel 1958).

El intento de llevar al terreno de los hechos una utopía, burlando su principal función, la de ser una meta colectiva que propicie un cambio gradual pero constante, ha traído las consecuencias que se han descrito previamente, así como millones de muertos. Hay otra clase de utopías que han tenido consecuencias no tan graves y, aún, logros relativamente importantes. Se trata de las ciudades planificadas desde cero que pretenden, mediante una urbanización pensada científicamente, desterrar de sí brechas socieoeconómicas o, como es el caso de Masdar, en Emiratos Árabes Unidos, problemas ecológicos.

En América Latina contamos con un caso paradigmático, se trata de Brasilia, capital de Brasil que cuenta con menos de medio siglo de existencia. Soñada bajo el signo comunista del presidente Juscelino Kubitschek, se proponía impulsar la colonización del interior del país, así como disminuir la brecha entre la riqueza de las grandes ciudades costeras, Río de Janeiro y Sao Paulo, y las poblaciones agropecuarias del interior. Varios arquitectos intervinieron en la planeación de la ciudad bajo el mando de Óscar Niemeyer, logrando que el producto tuviera un nivel estético notable (hay que destacar edificios como la Catedral Metropolitana y el Congreso Nacional), siempre tomado en cuenta el nivel simbólico que revitalizaría a un país que intenta salir del subdesarrollo (la vista aérea de la zona metropolitana está conformada por dos ejes, de los cuales el transversal es curvo, semejando el conjunto un avión, siendo que el vuelo es un signo positivo para la mayoría de las culturas), ha sido rebasada en cuanto a su funcionalidad.

Brasilia fue planeada para albergar una población restringida, sólo la necesaria para llevar a cabo las funciones administrativas propias de una capital, población que se calculó en medio millón de personas. Hoy, 48 años después de su fundación, la alguna vez nombrada “capital de la esperanza”, tiene una población de dos millones y medio de personas, además de graves problemas de contaminación, transporte, desempleo y una población satelital, conformada por algunas de las favelas más pobres del país, en la que abunda la violencia. Si el sueño original contemplaba la posibilidad de una ciudad sin clases sociales, la realidad y el paso del tiempo lo han desmentido. La ciudad utópica se volvió distópica, tanto como cualquier ciudad moderna. Los urbanistas olvidaron que una ciudad nueva es un símbolo de bienestar que atrajo a miles de personas esperanzadas en busca de oportunidades y que esta desbandada difícilmente se apegaría a los planes establecidos, olvidaron que la naturaleza urbana implica un crecimiento multiforme y que las necesidades variarán con los años.

Masdar apenas ha puesto sus primeras piedras y sus planes son más ambiciosos que los de Brasilia. Con un presupuesto de 22, 000 millones de dólares se nutrirá con energía cien por ciento renovable, ya que las fachadas estarán recubiertas, casi en su totalidad, por celdas solares y estará equipada con turbinas para aprovechar el ventoso clima del desierto. Se dice que se instalarán millones de sensores para medir el gasto de energía y, quien gaste más pagará más impuestos (claro, siempre existe la posibilidad de que una vigilancia legítima se convierte en mecanismo de control y coerción). El transporte será limitado a trenes ligeros y vehículos eléctricos con transportación puerta a puerta (esperemos que nunca se limite el libre flujo y el contacto interpersonal).

Las pretensiones poblacionales de Masdar también son más moderadas, un diez por ciento de lo que esperaba Brasilia, 50 000 habitantes. La construcción ha iniciado con la construcción del HeadQuarter, un edificio revolucionario y futurista, que cumplirá la doble función de brindar habitación y albergar oficinas para los constructores y administradores del resto de la ciudad. Su construcción puede ser un detonante para la diversificación energética de la población (la cual consume la mayor cantidad de recursos naturales per cápita), pero también puede ser un aliciente para la migración de un sector de la población con todo y sus hábitos de consumo.

Hay que brindar un reconocimiento a la iniciativa de Abu Dhabi, cuya próxima ciudad no sólo será producto de los millones obtenidos con la venta de petróleo y gas (cuyas reservas son las quintas y cuartas del mundo, respectivamente), sino que brindan un excelente laboratorio a los alumnos de su flamante Instituto de Ciencia y Tecnología de Masdar, imitación del Massachussets Institute of Technology, quien además los asesora, y con un presupuesto comparable. México tiene mucho que aprender de esa clase de iniciativas y de los resultados que Masdar obtenga en el uso de energía renovable, pero mucho más en el impulso a la generación de tecnología propia. Y Masdar tiene mucho que aprender de la historia de Occidente, aunque entre utopía y distopía no hay nada escrito.



[1] Esta noción, errónea y exotizante a todas luces, persiste actualmente, por ejemplo, en la imagen de una sociedad maya en perfecta armonía con la naturaleza que la rodeaba, ignorando que datos históricos revelan que la decadencia de grandes ciudades como Palenque se debió a la sobreexplotación de los recursos naturales al alcance.

jueves, 12 de junio de 2008

El fracaso del Premio Poniatowska

(Fragmento)
Malú Huacuja del Toro

Cuando me llamaba por teléfono el periodista cultural Luis Enrique Ramírez para quejarse de que Elena Poniatowska lo tenía encerrado escribiéndole a ella sus libros y sus reportajes en una casa adjunta a la suya y controlando cuánto dinero se gastaba él hasta en el pesero, yo no quería creerle. No porque sonara inverosímil, pues Luis Enrique era buen narrador y cuando me explicaba que había pasado meses en un centro de rehabilitación “de quinta” en el que le pegaban y le gritaban “¡Arrepiéntete, drogadicto!”, o que Poniatowska lo había metido en ese centro de atención gratuita para ahorrarse dinero mientras que entre sus amistades se vanagloriaba de su generosidad, no escatimaba esfuerzos en hacerme reír detallando los regaños de la autora de Hasta no verte, Jesús mío cuando él pedía más dinero del necesario para el pasaje y ella pensaba que se lo iba a gastar en drogas. Pero, a fin de cuentas, a mí me parecía que Luis Enrique había conseguido trabajo en el periódico que ella codirige no sólo por sus aptitudes profesionales sino también por las infidencias que le había contado de sus críticos, entre las cuales muchas me constaba que eran infundios. Después de su proceso de rehabilitación y de su reclusión en una de las casas de Poniatowska, Luis Enrique ya no tenía amigos. Pero los había tenido. A todos nos había pagado igual (mal) y ahora nos buscaba para quejarse de la carcelaria que lo tenía a tiempo completo de escribano personal, maquilándole el trabajo y contándole los centavos del camión. Por un cariño atávico me daba lástima su situación; sin embargo, por protección personal yo ya no le contaba mucho de mí ni confiaba en lo que me dijera.

Aunque el retrato que Luis Enrique Ramírez hacía de ella presentaba ciertas coincidencias con la versión novelada de Enrique Serna en El miedo a los animales respecto a su doble personalidad y su intransigencia, no sólo no me convencían del todo ninguno de los dos (Serna, para escribir ese libro, al igual que Enrigue, había aprendido mucho de Crimen sin faltas de ortografía y nunca le reconoció ni un certificado de maternidad, aunque fuera adoptiva o de madre desobligada y abandonadora, por ejemplo), sino que no me importaba.

Pero el escritor y divulgador científico Luis González de Alba no es Luis Enrique Ramírez. Cuando fue corrido del periódico La Jornada tras demostrar que Poniatowska se había plagiado aspectos de su libro Los días y los años, era difícil no creerle. La legitimidad de su demanda fue avalada por la todavía más sospechosa cadena de doctorados honoris causa que empezaron a reproducirse solos para Elena Poniatowska en cuanta universidad se dejara, y la aparición de otro “entrevistador” con un libro de su vida (Me lo dijo Elena Poniatowska, de Esteban Ascencio, Ediciones del Milenio, 1997), tan inevitablemente interpretado como un intento por limpiar su empañada imagen. (El tiro salió por la culata después: por ese libro, cuando Jesusa Rodríguez se autoproclamó fiscal moral de los cantautores Serrat y Sabina por cenar con Calderón, se supo que tanto Elenísima como Jesusa cenaban con Salinas de Gortari: la propia Poniatowska relata la [es]cena.)

El texto integro puede leerse en el número de mayo- julio de la revista Replicante

lunes, 9 de junio de 2008

La hoja roja, de Miguel Delibes

por Agustín Abreu Cornelio

Una librería de viejo me permitió leer La hoja roja, novela del escritor español Miguel Delibes (1920). De ella puede decirse que vive y es leída a la sombra de Cinco horas con Mario, novela que catapultó a su autor al nivel de Camilo José Cela, Carmen Laforet y Juan Marsé, escritores todos de valor y valentía literaria que se atrevieron a forjar la intelectualidad en plena dictadura franquista. Lejos, también se diría, de su obra culminante publicada en 1998, cinco años después de ser galardonado con el premio Cervantes, El hereje.

La hoja roja (1959), sin embargo, es una muestra clara de la sensibilidad crítica del autor, así como de su magistral dominio del estilo. Sin el tremendismo que tan de moda puso Cela en el decenio de los años 40, ni las peripecias estructurales de la novela de los años 60; aproximándose a la temática existencialista pero sin caer en su patetismo estilístico; reivindicando el realismo de la novela española, no a la manera decimonónica de Pérez Galdós, sino en la que mejor expresaba las crueles circunstancias de la posguerra, la Guerra Fría y una dictadura sostenida impunemente por el capital extranjero, entiéndase estadounidense.

La historia relata los avatares de don Eloy a partir de su jubilación, luego de haberse desempeñado durante medio siglo en la administración pública. Descrito con sutil ironía por el narrador como el tercer suceso en la vida de Eloy que le permitía ser el centro de atención (los otros dos fueron su boda y la proyección de sus fotografías en un club de aficionados, resultando todos ellos experiencias fallidas), la jubilación da inicio a la marginación de un hombre que ha dejado de ser productivo. Lo tragicómico es que la improductividad no es resultado de su decadencia fisiológica o mental, sino viceversa, y la jubilación no está justificada por una disminución de su capacidad laboral, sino por el fatal cumplimiento de cierto número de años.

El otro protagonista de la novela es igualmente marginal: Desi, la muchacha de servicio que ha debido dejar su ámbito rural para intentar reunir una dote que le permita hacer un matrimonio decoroso. Ingenua, honrada, analfabeta, calificada como “cerril” por su mejor amiga, Desi se sabe inmersa en la insignificancia pero no se permite la abulia: aprende a leer, ahorra y compra sábanas que sus compañeras envidian, sin apartar de la mente la imagen del novio que ha dejado en el pueblo. Resulta conmovedora e ilustrativa de la realidad en que la muchacha se desenvuelve, la escena en la cual Desi presume a su novio que ha aprendido a leer, mientras éste escurre las manos por debajo de la falda. Ambos protagonistas entrelazan sus más caras esperanzas: la boda de la una, la carta (esta es una metonimia del acto comunicativo) y el afecto del hijo del otro.

En esta obra se aprecia claramente la simbiosis entre dos conceptos que críticos de mente chata han intentado mantener en pugna: fondo y forma. Si los transportamos a la dicotomía lingüística que le dio origen, significado (fondo) y significante (forma), y analizamos el título, veremos que en el plano fonético éste se conforma por la paronomasia (similitud de los sonidos que componen dos o más palabras) entre “hoja” y “roja”, repetición y vaticinio de la monótona vitalidad que oprime a los personajes y que se configura en la trama como un ritmo narrativo sosegado pero estremecedor, ritmo basado en el leitmotiv: una frase de Eloy, una acción de Desi, una actitud; la sensación que una serie de palabras deja en el lector también es repetitiva, tensionando la compasión con la desesperanza.

El título es una metáfora que se esfuerza por mantener el vínculo con lo prosaico de su procedencia: en los libritos de papel para hacer cigarros se colocaba una hoja roja para indicar que restaban sólo cinco. Y otra vez la unión indisoluble del significado con el significante, dado que la jubilación de Eloy cumple la misma función de dicha hoja roja: señala la proximidad de la muerte y la soledad ante el desprendimiento de cada uno de los amigos, como si el viejo protagonista fuese a envolver el cigarro que con gran indiferencia se fumará la sociedad porque así debe ser, porque es el acto mecánico de la adicción.

Y si estas líneas son una invitación a la lectura de La hoja roja, extiéndase el goce a una lectura comparada con la novela de otro maravilloso escritor, también catalogada como menor dentro de su obra: El coronel no tiene quien le escriba (1961) de Gabriel García Márquez. Publicadas con dos años de diferencia, ambas están ambientadas en una pequeña ciudad de provincia donde la crisis se acerba en el estatismo. Los protagonistas de ambas novelas comparten el mismo tipo social: el jubilado que se desempeñó con gran compromiso en actividades envueltas en una escrupulosa y cansina jerarquía, el ejército y la burocracia, y que se encuentra desamparado y a la espera de algún reconocimiento. El final de cada una de las novelas es igualmente inesperado y demuestra el postrer esfuerzo activo de los personajes, las “patadas de ahogado” como se dice comúnmente. Este no es el sitio para un estudio comparativo profundo, pero sería un facilismo decir que tales coincidencias, entre muchas otras, se deben al azar y se desdeñe el valor de una investigación socioliteraria que intente aproximar una explicación.

Parafraseando la concepción decimonónica de la novela, podríamos decir que esta obra de Miguel Delibes es un espejo que deforma la imagen para que se asemeje cada vez más a la realidad. No de balde varios críticos han aproximado la narrativa de Delibes al esperpento de Valle-Inclán. Y es que el mundo constreñido en La hoja roja asusta por su vigencia, 48 años después de haber sido publicada, y para comprobarlo basta con rondar los barrios céntricos de cualquier ciudad de provincia: encontraremos múltiples versiones de Eloy viendo correr el tiempo a una velocidad que no es la propia, y a otras tantas Desi con la sonrisa fácil de la ingenuidad.


Delibes, Miguel, La hoja roja, Salvat Editores (Biblioteca básica), 1969

En Internet:

sábado, 7 de junio de 2008

Sopa de ajo y mezcal

Hace unos minutos terminé de leer el poemario con el cual Florencia Walfisch ganó el Premio Jaime Sabines (2004). La impresión que me ha dejado es un tanto ambigua, aunque profunda. Muy pocas cosas podría comentar en este momento, pero no voy a quedarme con las ganas de compartir uno de sus poemas.


Su corazón no tiene preguntas. en ese estado de quietud, mirando la agonía de la lluvia, la taza de café; bajo sus pies el mapa, el ejercicio de su escritura. una falda es lo que sigue. la calle transborda sus piedras. en el tejido infinito de la piel que no dice, que no puede decir, cada palabra perfora el espacio como existencia que late. su corazón en silencio confunde la ausencia con la ruina, la locura con la desesperación, el recuerdo con la construcción de lo que goza. su corazón en silencio confunde su temor con lo que teme y el silencio de él con el silencio que guarda. su corazón en silencio comienza a madurar lentamente: la ventana, las sillas, esos hombres que pasan, el cielo que se abre como si eso fuera todo.

Walfisch, Florencia, Sopa de ajo y mezcal,
Consejo Estatal para la Cultura y las Artes de Chiapas,
México, 2005

jueves, 5 de junio de 2008

Viaje alrededor de un libro

por Agustín Abreu Cornelio
(publicado en Vanguardia)

1. El mundo o el viaje de Adán

En ocasiones escucho el sonido trepidante de unas trompetas que niegan su vínculo con aquellas pronosticadas para el juicio final; un ritmo de ska que libera las emociones de un grupo de jóvenes que se reúne para divertirse y sublevarse ante la pasividad del mundo que se muere de adulto. Este género musical, nacido en Jamaica hace unos cincuenta años, reúne en sí la certeza de la renovación posible pues nace en una colonia inglesa como fusión de los sonidos de los negros oprimidos con los de los opresores, y coincide con la apertura de las zonas urbanas a los provenientes de los campos de cultivo donde eran explotados. El ska es un anhelo de modernidad que rebasó por mucho las condiciones sociopolíticas de la región caribeña donde nació.
Igual que el ska, el mundo actual está tomando por sorpresa a las instituciones nacionales e internacionales que no han podido medir la velocidad del entorno como una balsa en una corriente salvaje que se limita a dar bandazos por miedo a utilizar los remos –utilizando la recurrente metáfora de Juan José Bremer–. O quizá se debe a que dichas instituciones se han empeñado en oponerse a la corriente, interponer obstáculos para mantener un statu quo favorable a algunos; obstáculos que la corriente ha desbordado llevándose entre las patas a justos y pecadores.
Lo que resulta más sorprendente es la creciente inhumanidad de algunos organismos que, en el afán de mantenerse como corporaciones productivas y con economía bogante, enfrían su origen humano y evaden problemas urgentes a nivel mundial como los crecientes índices de pobreza extrema, la hambruna y escasez de agua en inmensas regiones del planeta, el calentamiento global y el desastre ecológico. Cuando Isaac Assimov redactó las tres leyes de la robótica lo hizo por el temor de que la frialdad de los productos humanos terminaran por destruir a sus creadores, hoy habría que remitir a instituciones, empresas y estados a la primera de ellas: Un robot no debe dañar a un ser humano o, por su inacción, permitir que un ser humano sufra daño.
Hace unos días, Jimmy Carter denunció al gobierno Israelí de poseer un gran almacén de armamento nuclear, desde entonces he esperado la reacción diplomática de la ONU, la OTAN y otros que se erigieron a sí mismos gendarmes de la seguridad mundial, como lo hicieron en Irak. Es sorprendente enterarse que Estados Unidos gastó en 2005 500 000 millones de dólares en su ejército, cuando hay más de mil millones de seres humanos que sobreviven con menos de un dólar al día. Es cuestión de aritmética básica negar cualquier reflexión ética que justifique tal atrocidad.


Cuando Adán fue expulsado del Paraíso se le condenó a él y a su progenie a ganar el sustento con trabajo y a la muerte (ni hablar de Eva, cuya estigmatización social continúa en nuestros días); se inició el periplo de la humanidad y la población del mundo pronto se convirtió en sobrepoblación, y la cacería en depredación, y la agricultura en maíz transgénico.
El pueblo judío concebía el tiempo como la espera de un redentor que intercediera ante un Dios que cada día castigaba con mayor saña, según consta en el Antiguo Testamento. El cristianismo, una vez que recibió el perdón mediante el sacrificio de Jesús, creía que el tiempo era finito y que, en el último punto del recorrido, los justos serían gratificados. La modernidad, por su parte, concibió la idea del progreso infinito y en la infinita capacidad del hombre para modificar el entorno en su beneficio. Hoy todas estas visiones se han desvanecido en una realidad más que tangible. El ser humano, como individuo, vive actualmente en un tránsito vertiginoso entre la euforia y la angustia provocado por una larga historia de desaciertos.
Cuando era niño y la “perestroika” no era más que una línea de zapatos, veía por televisión las imágenes de la Guerra del Golfo (el primer conflicto bélico con cobertura mediática minuto a minuto) y no alcanzaba a relacionarlo con la angustia de mi papá ante el aumento de la gasolina y el diesel. Ahora, gracias a los medios de información, estamos inmersos en un constante bombardeo de datos y hechos, presentados de manera tendenciosa y caótica, que deben ser organizados con imaginación e inteligencia para lograr establecer medianamente una cadena de causas y efectos. Y, sin embargo, nuestras emociones y nuestras necesidades muchas veces nos ganan la carrera.
Tenemos la nostalgia de Adán, no sólo de un Paraíso físico; nostalgia de tener esperanza en un lugar donde nuestra vida pueda desarrollarse con un mínimo nivel de tranquilidad y confort. Quizá por eso la portada del libro de Bremer sea una manzana apresada entre alambre, simbolizando la paradoja de la expulsión que nos ha aprisionado. El viaje es un rasgo propio de nuestra época y uno de sus estadios fundamentales es el regreso. El regreso del Adán que somos no se logrará sólo interviniendo el plano simbólico, sino con una diáspora de fuerzas productivas. Esto lo saben millones de migrantes que han debido dejar sus lugares de origen para ver que su esperanza tenía un sustento nulo.

2. El libro y su autor o el viaje de Colón


El viaje no implica sólo el desplazamiento físico, también es una experiencia y una conmoción de las estructuras mentales causadas por el encuentro con el otro y sus diferencias. A pesar de que actualmente vivimos en una “aldea global” y tenemos casi cualquier manifestación cultural al alcance de nuestras manos gracias a Internet, y a que las fronteras han perdido su carácter de límites físicos para convertirse en sitios, muchas veces virtuales, de de gran potencial para el intercambio simbólico; el viaje no ha perdido su vigencia.
El libro de Juan José Bremer, El fin de la guerra fría y el salvaje mundo nuevo, puede leerse como quien se encuentra ante la experiencia relatada por el viajero; esto no sólo por la posición de diplomático, un viajero con credenciales, sino por su particular estilo de relatar los acontecimientos, sin dudar en incrustar la anécdota personal en el sitio indicado. Ésta diégesis testimonial tiene un par de efectos retóricos interesantes: por un lado, brinda al relato una expresión más vívida y subjetiva, una plusvalía acorde con los tiempos actuales en los que la mayor parte de la información se encuentra en Internet, y que aleja su ensayo de la frialdad histórica, y por otro lado, le brinda autoridad para referirse a los hechos pues estuvo en contacto directo con los actores principales.
La experiencia del viajero no sólo se expresa en el relato, también en las reflexiones que conceden el carácter ensayístico al libro, ya que Bremer no pierde oportunidad de hacer ejercicios de historia comparada, de indicar diferencias en el ámbito cultural y en la conformación de un inconsciente colectivo respecto a otras latitudes con las que, probablemente, el lector hispano parlante está más en contacto. Estas oportunas digresiones conceden el desplazamiento temporal y espacial de los marcos de referencia en los cuales el lector se mueve.
Así como él describe el peso de la tradición rusa en la conformación de la situación que vive actualmente aquel país, me referiré brevemente a la tradición diplomática mexicana que se ha empecinado en que dichos cargos sean ocupados por hombres de vasta cultura que desean ampliarla aún más. Al respecto quiero citar unas palabras que Alfonso Reyes dirigiera al joven Xavier Villaurrutia:
¿Por qué no se esfuerza usted en saltar a la diplomacia? (…) Haga un esfuerzo y salga a correr mundo. Pero, si es usted de veras sabio, no corte nunca sus amarras, vuelva con frecuencia al país, y piense que la vida en el extranjero es en el fondo un vicio. (…) No se quede con los ojos fijos en lo que está cerca. Siéntase en comunicación con el mundo y olvídese del barrio en que vive.
Bremer es parte de esta tradición y hace gala en el interior del libro de su amplia cultura que va de Homero a Thomas Mann, pasando por Shakespeare y los novelistas rusos, la música y la pintura de la vanguardia europea, así como los analistas e investigadores sociales más dispares; también ha sido diplomático en Suecia, la Unión Soviética, Alemania, Estados Unidos y Reino unido. Quiero volver por un instante a la época de Alfonso Reyes.
Desde nuestros poetas modernistas (Darío es tan nuestro como de los nicaragüenses), ha existido un afán por integrarse al mundo occidental. El grupo formado por Reyes, José Vasconcelos, Pedro Henríquez Ureña, entre otros, llamado Ateneo de la Juventud, es la instancia en que con mayor fervor se entregaron los intelectuales de nuestro país a tal empresa. Para ello basta recordar el proyecto vasconcelista de llevar los clásicos grecolatinos a todos los lectores del país, o los minuciosos estudios latinos de Reyes. Este proyecto fue retomado por el grupo de Contemporáneos y Octavio Paz (quienes también figuraron en el plano diplomático), entre otros. Es claro que la integración requiere entendimiento, investigación, reflexión, que no sólo son dados por las lecturas, y a los que el viaje ha contribuido enormemente por permitir experiencia de primera mano y entablar diálogo con los individuos que crean y recrean la cultura. Esta integración se ha obtenido en los planos del arte y la literatura, pues ahora los artistas mexicanos son apreciados en todo el mundo. Pero no ha ocurrido lo mismo en los planos políticos y económicos.
El proyecto de integración ha implicado la reinvención en sentido inverso de los viajes que Colón realizó hace quinientos años, para transformar la colonización a que fuimos sujetos en la inserción simbólica de nuestras aspiraciones. Y las referencias a La Tempestad, de Shakespeare, en el título del ensayo confirman tal lectura. Pero, tal como le ocurrió a Colón, tan prejuiciado por la Maravillas de Marco Polo, corremos el riesgo de no apreciar la realidad en su justa dimensión y veamos el Edén donde sólo se encuentra la desembocadura del Orinoco. De ahí que es digno de mención el esfuerzo de Juan José Bremer por comprender las realidades del mundo occidental en sus propios términos, sin contaminarse de ideologías ni de dogmas nacionales, religiosos o academicistas. Sólo persiste la duda de si el proyecto de la integración mexicana en Occidente sigue siendo válido en nuestra época, principalmente por la participación económica que en la segunda mitad del siglo XX tuvieron Japón y otros países de la costa del Pacífico, y la que tienen China y la India en la actualidad.
Lo que sí es un hecho es que en el tránsito en el que he acompañado a Juan José Bremer como lector, he logrado explicarme ciertos hechos que no fueron consignados en el libro: tales como el creciente poderío que tiene Rusia en el campo energético logrando desplazar a Arabia Saudita como el principal productor petrolero, auge que ha sido acompañado por severos escándalos de corrupción tales como el de la segunda petrolera del país: Yukos. O la negativa de países como Estados Unidos y Australia a suscribir una nueva versión del tratado de Kyoto, ya que son los principales beneficiarios de los procesos que generan gases invernadero.
Por otro lado, sin pretender demeritar un ensayo de dimensión considerable, me hubiese gustado leer también la faceta mundana de la historia, ya que estoy convencido que los gobernantes y funcionarios cumplen un papel minoritario respecto de lo que se construye día a día en la suma de los esfuerzos individuales. Si bien, por ejemplo, he podido sopesar el empeño de Honrad Adenauer en el renacimiento alemán después de la segunda guerra, pudo haber sido muy ilustrativo el relato o la mención de los problemas cotidianos en tal emergencia: la producción de la papa, la reconstrucción de las viviendas y otros tópicos por el estilo. Lo que Juan José Bremer expone en El fin de la Guerra Fría y el salvaje mundo nuevo es una historia elitista que ahoga, aún más, el ruido de los pobladores, y da más reflectores a quien no los necesita: los grandes funcionarios.

3. El viaje de Ulises


El fin de la Guerra Fría y el salvaje mundo nuevo, es la historia de la tragedia europea en el siglo XX y puede compararse con La Odisea no solamente en el transcurso accidentado del recorrido, ni en el acto de comer el loto del olvido que une a ambas guerras, ni en el sabotaje del dios Eolos que condujo a la Guerra Fría, ni en la maldición de Polifemo enceguecido que pudiera ser la Unión Soviética; también puede compararse en la necesidad de partir nuevamente una vez que se ha llegado a casa. Europa, que luchó tantos años por su integración económica y política (principalmente Francia y Alemania, como acertadamente señala Bremer), se encuentra a principios del siglo XXI con serios problemas que amenazan con derribarla.


Si el libro de Bremer puede observarse contrario al espíritu de un libro de viajes es únicamente en un punto, no por ello desdeñable: el autor desdeña el papel de la utopía en el tránsito hacia un futuro más justo, para él lo que hace falta es pragmatismo y sentido de la realidad. Yo me opongo a su idea, en primer lugar, porque no existe una realidad social objetiva (incluso los físicos cuánticos, con su principio de incertidumbre, comparten esta apreciación), la realidad se construye a partir de esquemas mentales y categorías del pensamiento, productos de la colectividad en el transcurrir del tiempo. Y en segundo lugar, porque imagino un mundo sin utopías sumido en la total desesperanza; claro que las utopías nunca son estáticas, van cambiando conforme crecemos, como dice Eduardo Galeano: “Por mucho que yo camine, nunca la alcanzaré. ¿Para qué sirve la utopía? Para eso sirve: para caminar.”
Pero hay otro Ulises que suele gozar de menor reputación que los autores de libros: el lector. Es él quien tiene la capacidad de hacer un cambio efectivo, de enfrentar el proceso de globalización con todas sus consecuencias, reflexionar sobre él, participar en la toma de decisiones (en grupos pequeños como grupos vecinales y asociaciones, o en instituciones políticas) y llevar a cabo acciones concretas, como esos jóvenes que se reúnen en las tocadas de las bandas locales de ska, reggae o rock que realmente identifican su problemática. La mejor oposición a este capitalismo desbordado que nos ha dejado con millones de muertos en los países en desarrollo es el apoyo decidido a las culturas regionales y el fortalecimiento de su fuerza de producción. Cuando hablo de cultura regional no me refiero al feroz sostenimiento de la guayabera, el hipil, la marimba, sino a la generación de nuevas manifestaciones que complementen las tradiciones y las costumbres ya establecidas, sea en el campo de las artes o el de las ciencias.
Todo libro implica un viaje y la confrontación con otro o con muchos otros; a veces es placentero, a veces instructivo, y al cerrarlo hay que emprender el viaje más importante. Por que el libro nos ha demostrado que esta casa, este salvaje mundo, no es el mejor que podríamos tener y debemos esforzarnos por mejorarlo. Entonces podremos conceder a los escritores como Juan José Bremer lo que Borges consideraba la mejor honra: olvidaremos sus nombres y recordaremos sus palabras.


El fin de la Guerra Fría y el salvaje mundo nuevo
Juan José Bremer
Ed. Taurus

lunes, 2 de junio de 2008

Hacer leña del árbol caído

Marcador global
Santos 3
Cruz azul 2

La sensualidad de la inteligencia

Entrevista con la Dra. Sara Poot Herrera
Por Agustín Abreu Cornelio
(publicado en el No. 09 de Al Pie de la Letra)

Hay que recorrer algunas cuadras, muy pocas desde la Plaza Grande, para llegar a casa de la doctora Sara Poot Herrera; porque luego de varios años de residir fuera de Yucatán, este edificio con su cobertizo y sus mecedoras, sigue siendo su hogar. Sara Poot es una distinguida estudiosa de la literatura mexicana y una figura de mención obligada al hablar de Sor Juana Inés de la Cruz; actualmente tiene su cátedra en la Universidad de California en Santa Bárbara. El último mes de 2007 el Ayuntamiento de Mérida y la Asociación de Libreros decidieron rendirle un merecido homenaje durante la 46ª Feria Municipal del Libro, circunstancia que aproveché para entrevistarla. La encontré en su casa con una sonrisa que connotaba cierta complicidad, además de comprensión por el caprichoso volar del reloj.
—¿Cuál es el interés de hacer estudios críticos y estudios académicos sobre literatura en un país donde se lee tan poco, como es el caso de México?
—Dice un amigo que escribimos para un grupito, para un público muy restringido, sobre todo en la investigación. En términos reales tal vez tenga razón, porque cuando hablamos de un artículo de investigación se trata de un texto muy especializado, para muy poquitos. Gran parte de la actividad de quienes estamos metidos en el mundo de la investigación es ver la manera de que circule la publicación; aunque uno quisiera escribir para mucha gente —por eso hay que escribir con sencillez, que sea menos denso y tenga su dosis de humor, si es pertinente, porque no se trata de forzar nada—, uno quisiera que esa circulación fuera formal e informal también; pero finalmente se reduce a un grupo de investigadores. Dice una amiga: no le hagamos al cuento, a mí me leen cuando alguien quiere trabajar sobre lo que yo trabajo, busca lo que se ha escrito sobre el asunto, y buscan específicamente lo que le sirve a él. Yo soy más optimista; yo pienso que en un país donde se lee muy poco —se lee mucho si piensas en otro tipo de literatura— no se puede dejar de publicar, más bien habría que cambiar conceptos, enfoques, es un trabajo de titán: de qué manera pueden los libros hacerse más económicos y circular más; atender proyectos no sólo especializados, sino también de divulgación; buscar públicos, en fin. Es algo muy complejo lo que preguntas.
Yo creo que escribimos para leernos unos a otros, lo que otro propone o ha logrado avanzar, para enterarnos de ello. La publicación, en mi caso, es el resultado de un proceso de la investigación que me interesa íntegro: hacer cosas que no sean convencionales, pensar y hacer cosas que en el fondo uno sabe que es quien las sabe hacer y no repetir lo que otros hacen, porque repetir es hacer las cosas mal. En mi caso la pregunta no es por qué escribir, sino por qué investigar: es un afán de búsqueda del conocimiento, de la verdad, de entender procesos históricos, realidades. Para mí es muy importante anteponer el suceso histórico a la interpretación actual —qué bien que hay quien interpreta, hay quienes lo hacen maravillosamente—; a mí me apasiona la búsqueda de comentarios y sobre eso me encanta hacer el análisis literario, mezclado con otras disciplinas, y completarme con otros estudios que se han hecho sobre ese texto literario. No se trata de descubrir el hilo negro… el hilo negro por sí mismo ya es interesante.

La charla de Sara Poot está tan imbuida por el sentido del humor, como la buena investigación por el sentido común, como si la inteligencia fuera sedimentándose poco a poco en el interlocutor, entre las sonrisas y las anécdotas ilustrativas.
—Sus textos de investigación tienen un estilo que es muy fácil de entender para el lector de a pie, no son muy académicos ni muy cargados de conceptos. ¿Esto lo hace concientemente con la intención de alcanzar un público mayor o es algo inherente a su manera de escribir?
—¿Qué se entiende por “muy académico”? Entre los grandes académicos e investigadores que yo respeto mucho está Antonio Alatorre y nunca sus textos son oscuros, él maneja conceptos pero muy bien asimilados. Un texto oscuro es un texto sospechoso; tal vez su autor no tenía muy claro lo que pretendía escribir, y lo llena de conceptos para que el lector vea que es “muy inteligente” aunque no se entienda; para mí esto no es ser académico. Para mí la transparencia en investigación es sumamente importante, me interesa que una idea esté aclarada y que un texto esté bien articulado en sus ideas, que tenga un orden y tenga un enfoque, para que el lector sepa por donde se está discurriendo. Dirijo tesis de maestría y de doctorado, y mis alumnos antes de sentarse a escribir tienen muy claro qué quieren decir, por qué lo quieren decir, cómo lo quieren decir, con qué lo quieren decir y qué hipótesis quieren probar. Esto que pareciera muy simple, que son preguntas de jardín de niños, se deben tener muy claras; entonces el alumno empieza a caminar con pies de plomo. Para mí el texto es fundamental; la crítica y los sustentos teóricos son muy importantes, pero como base. Si yo quiero utilizar un concepto teórico, voy a tratar de entenderlo muy bien, de dominarlo para decir de manera sencilla y clara; si no, voy exponer mi ignorancia sobre la teoría. Para mí la gran sencillez es lo académico; es una complejidad aparentemente sencilla. Ojalá que pudiéramos ser sencillos. Elías Nandino dijo en un poema, más o menos, “¡Mamá, mamá, la gallina ya floreó pollitos!” y agrega Nandino: “¡Oh, poetas, qué alegría si pudiéramos hablar como los niños!” Cuando se escriben textos para principiantes o para niños es cuando se ha conseguido la máxima claridad para poder comunicar lo que uno ha podido avanzar en la etapa de la investigación. Incluso hay personas que sabemos que no son maestros, pero su discurso es de tal claridad que es un gran maestro sin estudiar didáctica, pedagogía o técnicas de la enseñanza, y se convierten en grandes maestros porque tienen un pensamiento muy claro. Hay otras personas que tienen que trabajar más para poder tener una carrera en la investigación y para poder ser claros con los demás.
Hay una nueva academia cargada de conceptos —dizque conceptos— y de teoría que produce artículos que no se entienden, tanto así que es más fácil leer directamente a Sor Juana, porque ella es compleja pero no confusa. Para entender Primero sueño, hay que leerlo primero con la sencillez con que el poema se nos puede mostrar; si después queremos atender a los motivos mitológicos o históricos, o estudiarlo desde un enfoque de género o de ‘x’ teoría, tengo que poner esto al servicio de mi primera lectura. En el campo de la investigación, por atender algunas teorías que se ponen de moda, se pierde toda la búsqueda de fuentes anteriores —no se dan cuenta que detrás de cierto verso hay autores clásicos— y se peca de ignorancia. Y la ignorancia da lugar a la pretensión. Cuando llegué a Estados Unidos hablaban de Bajtín, después se puso de moda otra cosa; han sido estructuralistas, deconstruccionistas, después vino el performance, los estudios de género, los estudios queer, etc. Todo eso es muy interesante pero debe estar dosificado, yo no voy a poner un armamento teórico ante un poemita que no lo necesita; y si lo quiero poner lo debo masticar, digerir, hacerlo lo más claro posible para que fluya. La claridad es núcleo y marco de referencia, es un reto.

—Siguiendo con este hilo. Me parece que se ha establecido en estos últimos tiempos una diferencia entre los estudios académicos y la crítica literaria que se hace en periódicos y revistas no especializadas, aunque son disciplinas que deban estar entrelazadas. ¿Qué le parece esto, cómo llevar los elementos teóricos a la divulgación?
—Somos nosotros, los lectores, los que tenemos que aprovecharnos de ambos mundos. Y lo que nos ayude —no tiene nada de malo ser ecléctico— aprovecharlo; si para leer esta línea yo necesito nociones fundamentales de la poesía, voy a aprovecharlo; pero si ya se hizo un estudio sofisticado sobre el tema, también hay que acudir a él. Para mí lo fundamental es partir del texto que no solamente es literario; si las texualidades se han abierto —y hay una discusión sobre qué es un texto—, siguiendo los estudios culturales propuestos por los ingleses, que no son más que enfoques interdiscplinarios, es porque permiten leer más profundamente una realidad que es muy compleja. Uno como lector hace sus propios cruces, sus propias mezclas y combinaciones. Si alguien publica en el periódico un ensayo fluido, sin una nota a pie de página, esa persona no es que no sepa hacer notas, sólo que usa un discurso muy distinto al artículo que sale de un cubículo —que a veces son más notas que texto—. Me acuerdo de un examen en el que Antonio Alatorre dijo: Anoche soñé con esta tesis, que las notas al pie de página volvían a las fuentes originales, que la reflexión volvió a sus fuentes teóricas, y con qué me estoy quedando. Entonces todos entendimos el mensaje.
En el caso de Sor Juana yo trabajo mucho con la documentación. Por ejemplo, se halló una comedia, La segunda Celestina, un poema dramático que tiene dos finales, uno atribuido a un editor español y el otro a Sor Juana, lo cual es aceptado por Octavio Paz y levantó tremenda polémica. Hay que hacer todo un estudio, una investigación para dar una idea, se debe hilar muy fino y si uno no está seguro mejor callar, porque ha habido grandes equívocos.
Yo trabajo con documentación de época, del siglo XVIII sobre todo: teatro, censura teatral e inquisitorial. Y qué tanto necesita uno de la teoría para llevar a cabo un trabajo así. Pero si hago un análisis de Juan Rulfo o de las lecturas que puede tener Pedro Páramo, entonces nos apoyamos con ciertas teorías y nuestro discurso puede ser más complejo, pero no oscuro, hay que decirlo con la misma sencillez de la conversación. Por ejemplo, hay un fragmento en Pedro Páramo: “mi novia me dio un pañuelo/ con orillas de llorar. /Cantan en falsete/ como voces de mujeres”, en él no han reparado –aunque sí la han citado—quienes estudian la musicalidad en la obra de Rulfo, no se ha hecho nada con esta copla; entonces y investigo qué es el falsete, cuál es el origen del falsete, paso por lo falso y llegas a los castratti, y toda esa lectura de historia, de crítica, de teoría, de otras artes, te brindan nuevos elementos para tu interpretación. Poder decir algo nuevo sobre Pedro Páramo, entre tantos especialistas, suele partir de algo muy sencillo, pero siempre debe ofrecer una idea nueva. Hay que intentar cruzar disciplinas, cruzar personajes, épocas, documentos.

—¿Qué es lo que la decide para trabajar sobre una obra: el placer de haberla leído o encontrar un detalle que no ha sido trabajado con suficiente profundidad?
—En principio es el gusto. Yo he hecho varias tesis, primero fui maestra de primaria, entonces hice una memoria del pueblo donde yo vivía; luego estudié en la Normal Superior e hice una tesis sobre Los de abajo por mi interés por este periodo que sigue fascinando a los escritores en México —me encanta todo lo que tiene que ver con la Revolución todo lo que se ha dicho, lo que no, y todo lo que sigue saliendo sobre el asunto—. La tesis de licenciatura fue de filosofía, y lo mismo me enfoqué en lo que me gustaba y mi interés personal. Y la tesis del Colegio de México fue sobre Juan José Arreola: si vamos a dedicarnos por un buen rato a un autor, pues que sea un escritor que nos encante para que valga la pena y no quemar pólvora en infiernitos. Yo considero que Juan José Arreola es uno de los mayores estilistas de la literatura mexicana, era un genio: su sentido del humor, su oído prodigioso, además es una personalidad muy atractiva. Y dentro de Arreola me ocupé principalmente de La feria, y agregué algunos cuentos que han sido muy trabajados —porque en una tesis tienes que tomar en cuenta lo más estudiado y lo menos estudiado—. Empecé por el gran gusto de la obra de un escritor muy comprometido con otros escritores, que los dio a conocer: publicó los primeros libros de Carlos Fuentes y de Elena Poniatowska, publicó a José Emilio Pacheco, Sergio Pitol, Beatriz Espejo, José de la Colina, era tal su compromiso que él sostenía la editorial “Los presentes”, luego “Cuadernos del unicornio”. Y era tan pobre que lo poco que tenía lo compartía con los demás; esa manera de darse son enseñanzas para mí, tanto como la transparencia y la exactitud de la frase. Un día escribieron un libro sobre tauromaquia y su texto se llama “A mí mismo me toreo”, esa gracia sólo Arreola.
Hay un campo de estudio, del cual yo soy profesora, la literatura mexicana. Uno tiene que leer para dar clases y participar en congresos: estamos leyendo siempre, unos más que otros. Cuando llegué a Estados Unidos tuve que dar la clase de literatura colonial y lo primero que piensa uno es “¡qué flojera!”: Los comentarios reales del Inca Garcilaso y La Araucana de Ercilla y Sor Juana. Entonces empecé a leer a Sor Juana directamente, que era lo que más llamaba mi atención, sobre su época y la crítica sobre Sor Juana; esto fue arriesgarse con la gran escritora de todos los siglos, antes y después, y se convirtió en una pasión —dice Elena Poniatowska que uno no puede vivir sin pasiones. Entonces pude dar clases, porque hacer algo por obligación es aburrido, y mucho menos podía aburrir a los demás—.

—Creo que es a partir de Sor Juana cuando usted empieza con el rescate de la literatura escrita por mujeres en Hispanoamérica.
­—Antes de Sor Juana ya estaba trabajando con algunas escritoras, me interesa lo que las mujeres escriben, me encanta cuando Sor Juana dice: “la inteligencia no tiene sexo”. Definitivamente hay ciertos círculos donde el trabajo de la mujer existe, pero por un sistema social no están a la vista y no por falta de capacidad femenina. Incluso la mujer a veces cede sus derechos a favor del cónyuge. Me interesa mucho la mujer que escribe de otras mujeres, así no tengo que esperar a que un hombre interprete lo que es una mujer desde su punto de vista. En esto vamos a encontrar también visiones distintas por las diferencias de clase social, geográficas, también son miradas que se cruzan. Me interesa que el enfoque de género no sea exclusivamente femenino, sino también masculinidad, las llamadas masculinidades agotadas, la literatura homoerótica, los estudios queer, la literatura marginada, black estudies, literatura chicana… toda esa diversidad se acomoda de otra manera. En el edificio donde yo trabajo también se encuentra el departamento de francés, de literatura rusa, japonesa, alemana, española, eso te hace impugnar el etnocentrismo y te sirve para contextuar con lo que está más allá de nuestra cultura.
Me interesan mucho las dramaturgas del siglo XVII, las viudas impresoras, las actrices del siglo XVII que van entre México y Puebla, la literatura del siglo XIX y la literatura que hemos llamado de voces olvidadas, Nellie Campobello y su literatura de la revolución mexicana, su poesía y Cartucho sobre todo, me interesan Josefina Vicens, Silvina Ocampo, Cristina Rivera Garza, pero también me interesan ellos, y es muy bonito porque las cosas se van acomodando de una manera, a veces de otra, en un ir y venir constante.

—Todo este trabajo que varios investigadores como usted han realizado sobre autoras importantes, ¿ha modificado el canon, masculino prioritariamente?
—Claro que lo ha modificado. Acaba de aparecer un libro en el Colegio de México que se llama Nueve mujeres y una revista, y me pidieron que hiciera la parte de contexto histórico y literario. Yo inicié planteándome quiénes eran dichas mujeres que vivieron en la primera mitad del siglo XX, y me propuse evadir una postura que confrontara ambos géneros, entonces me agarré de las amistades literarias y vi cómo las mujeres estaban unidas con ciertos grupos, con revistas. Me dio buen resultado porque me permitió verlo de una manera integral y dar una lectura de las relaciones personales. El canon se ha desplazado, inclusive el femenino porque ya no estudiamos necesariamente a una o a la otra, hay otras muchas; por ejemplo, me interesa mucho el trabajo de Cristina Rivera Garza porque hace un planteamiento desde la incertidumbre, no sabemos exactamente qué está pasando, hace híbridos y borra las colindancias entre géneros, literarios o sexuales. Estos terrenos tan movedizos te hacen tener un quehacer investigador muy vivo, dar clases de otra manera, y se van acumulando las generaciones.

A estas alturas de la entrevista, hablar es como guiñar el ojo y explicar es una metáfora de la mujer que se peina frente a los viajeros. Es difícil evadirse de la conversación, el propio cuerpo se desentiende de su presencia y los camiones del transporte público, que transitan por las calles del centro con gran insolencia, sólo dejaron si intromisión en la grabadora.
—Considera usted que, en un futuro utópico donde haya una verdadera equidad de géneros, no habrá diferencia entre la literatura escrita por mujeres y la escrita por hombres?
—Partamos de que la “buena” literatura siempre es una, mexicana o no mexicana, femenina o masculina, aunque no se deba hablar de juicios de valor estético. Ahora, de que hay matices, los hay. Dice Ana María Shua, una escritora argentina, “¿por qué las mujeres escriben mejor que los hombres?” y contesta que la mujer tiene un color rojo, mientras que la mujer tiene magenta, fucsia, una serie de sutilezas de matices, por eso la señora Hemigway escribe de una manera, y la piba Borges y la niña Cortázar de otra; así se ríe de ese planteamiento tan simple de ser mujer o ser hombre, cuando en realidad se trata de sensibilidades. Hay mujeres empoderadas que no tienen idea de lo que es considerar la diferencia, tienen el poder y se comportan como cualquier macho. Hay escritores que escriben como si fueran mujeres y mujeres como si fueran hombres; pero hasta eso es cuestionable, qué quiere decir ser hombre o ser mujer.
Hablar de espacios de equidad es utópico. Vivimos en un mundo con mucha violencia, la violencia contra el género es terrible, como el fallo que se acaba de dar en México (caso Lidia Cacho), la violencia doméstica en España también es terrible, una vez en Santa Bárbara —un lugar donde todo es muy caro y muy bonito— había una exposición en la que hicieron siluetas de mujeres asesinadas y colocaron las explicaciones: fulanita de tal muerta por el novio cuando salía de trabajar, etc. Son cosas muy metidas en el esqueleto de nuestra cultura. Lo que debemos hacer es seguir trabajando con nuestros alumnos, con las familias; todos estamos en la búsqueda de una solución para la equidad.

—¿Cómo se lee y es recibida la literatura latinoamericana en Estados Unidos, tanto por los estudiantes que están bajo su dirección como por la gente normal?
—Pues la gente normal es como aquí, tiene muy poco que ver con los universitarios. Por ejemplo el 1 de mayo desfilamos con los trabajadores mexicanos indocumentados, y muchos universitarios tienen un gran entendimiento de la problemática, tienen otra actitud, y nos acompañaron.
Los estudios latinoamericanos en la universidad son muy fuertes, y México ocupa un lugar muy importante. Claro que se dicen cosas de México que uno dice ¿están hablando de mi país? A mí me contrataron como mexicanista en la Universidad de California. Les cuento a mis amigos que cuando llego a mi casa en Santa Bárbara paso a cenar a “Los arroyos” que es un restaurante de comida mexicana; cuando llego a mi casa en México paso por Wal Mart, esto da tristeza. Me doy cuenta que el fenómeno cultural que se vive en California es muy complejo, es mucho más que el taco y la tortilla; tenemos un fresco original de Alfaro Siqueiros —que por cierto, ellos le dicen “siquieros”—, acabo de ver una magnífica exposición de Tamayo, hay una gran penetración cultural en el arte, la comida y las costumbres, y también cosas terribles como la familia mexicana que logró solventar sus problemas económicos pero los hijos se involucran con pandillas, drogas; esas “fronteras de cristal” de Carlos Fuentes se pringan de sangre. Es una situación muy compleja, pero de gran fascinación para quienes reflexionamos sobre ella.


Con gran fascinación también, tuve que improvisar la despedida de quien causó cierto mariposeo en mis entrañas. Me llevé la sensualidad de sus palabras y de su inteligencia; las publico para quien desee enamorarse.

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