martes, 23 de febrero de 2010

Los reflejos en Oxolotán, Tacotalpa, Tabasco


"Quizá todo primer libro de poesía publicado sea para su autor, el comienzo de una obsesión, o en otras palabras, el inicio permanente de la vigilia. El libro Los reflejos, de Agustín Abreu Cornelio (Ciudad de México, 1980), habla de una obsesión: el incumplimiento del deseo. Pero el deseo, al engendrar movimiento, acción, tiene también otra cara, otra parte que lo desdice y al mismo tiempo lo afirma, algo así como una virtud: la espera." Audomaro Hidalgo


"Los reflejos fue publicado en 2009 por el Instituto de Cultura de Yucatán, y desde el título, este libro cumple fielmente con su nombrar. "Reflejar", según el Pequeño Larousse, es hacer cambiar de dirección, y su sinónimo "repercutir" me lleva a reverberación, esto es, a la persistencia de los sonidos hasta que cesa la fuente que los produce. Sea en ello que se encuentra el concepto y desarrollo de este primer libro de Agustín Abreu Cornelio, donde una incesante nómina temática muestra su múltiple posibilidad de existencia: porque al renovarse se inventan, y así, la lluvia, la memoria, son otras en distintos escenarios." Francisco Magaña

lunes, 8 de febrero de 2010

Onfalia y el gato de Solís

Por Agustín Abreu Cornelio

(Publicado en Solar de Cultura)


“Los gatos tienen siete vidas, sí,

pero sólo una vez desaparecen.”

Álvaro Solís


Todos tenemos gatos; los decentes les dejan rondar por la cocina untados con atún y otras delicias. El resto los llevamos debajo de la uñas, en el anatema retráctil que maullamos a la menor provocación.

También sabemos esconder nuestra necesidad de compañía ante cualquier felino que, a diferencia del perro, sabría sacar provecho y hacernos dependientes de sus pupilas místicas. Los decentes, en cambio, subyugados por la estática del lomo, sufrirán cuando el animalito traspase lo cotidiano, lo real, lo tangible, y exista únicamente en el cerebro lamiéndose un bigote tras otro.

Álvaro Solís se muestra un gran decente en el libro Querido Balthus, yo también perdí a mi gato. Catalogado como “infantil” por su hechura material (ilustrado por Omar Martínez Verde), el volumen adquiere verdaderamente esta dimensión en tanto que su poética apela a la emotividad y la inteligencia, sin cortapisas y sin clichés.

La temática del libro es ya un hallazgo: el sentimiento de la pérdida es uno de los primeros que se desarrolla en la infancia (para un niño de meses, no hay puerta cerrada que no suponga un adiós definitivo), ello aunado a la posibilidad de la muerte. Palabra, la última, que parece haber sido desterrada injustificadamente de la “literatura” infantil que se empeña en esconder el mundo a los nuevos lectores, y que Solís no teme repetir, incluso en el mismo verso, consiguiendo un poderoso traslape metafórico envuelto en un ambiente onírico: “Mi gato estaba muerto tirado en la calle muerta”.

Aunado al fraseo largo y cadencioso, tan característico de Solís, los seis textos que componen el volumen están construidos a partir de un vocabulario asequible y de una retórica que luce sencilla en su complejidad, pues el poeta se sirve de repeticiones, paralelismos, aliteraciones, entre muchos otros recursos, para propiciar la conmoción de los lectores, primordialmente aquellos decentes que sirven las croquetas con sumisión y adelgazan la voz para hablar con su mascota.

Una amiga, albacea de los buenos sentimientos de este mundo, leía “Porque yo conocí el miedo cuando perdí a mi gato” con la entera apropiación del verso; desde entonces sé que Onfalia está más melodiosa en su memoria, que tal vez encuentre una ventana hacia la esperanza y se ponga a ronronear. Mi amiga también escribe sobre gatos, ha extraviado libros en algunos de ellos.

Yo, por mi parte, soy un indecente, mis gatos luchan valerosos con el cortaúñas, dejan su pelambre entre mis sábanas; aunque también esperé regresos imposibles, es la fidelidad a la poesía lo que me hizo disfrutar de este pequeño libro de poemas de Álvaro Solís y el respeto por la inteligencia de sus lectores, sean de la edad que fueren.

*Querido Balthus, yo también perdí a mi gato,
Álvaro Solís, Instituto Tlaxcalteca de Cultura (2007)



jueves, 28 de enero de 2010

A flor de La piel

por Agustín Abreu Cornelio

La vista es el único sentido que nos permite percibir a la distancia, sin establecer contacto físico con aquello que deseamos descubrir; aún el olfato necesita proximidad, estar inmersos en el aroma, inmiscuirnos en el aliento de las cosas. Pero los ojos son un arma teledirigida con los cuales vamos hollando nuestro entorno; pero no son suficientes, porque siempre queda la posibilidad del camuflaje: “Como si mirara / la sombra más exacta del agua / estallando en la manía de las máscaras, / al vuelo mudo de tu mano / mido el error / y se me caen los ojos.” Estos versos, extraídos de La piel (2009), indican la urgencia de adquirir nuevos mecanismos para traspasar nuestras lindes y descubrir el mundo.

La piel es el más reciente poemario del yucateco José Díaz Cervera, el cual obtuvo hace dos años el premio Efraín Huerta. Inscrito en la tradición poética española en la que el factor fónico del verso es imprescindible, Díaz Cervera nos entrega en esta obra melodías mesuradas que incitan a la introspección. Si bien no es tan virtuoso en sus construcciones musicales y retóricas, como ocurría en los libros anteriores Licantra (UNAM, 1991) y, sobre todo, Manual del fingidor (UADY, 1997), La piel se nutre de una profundidad humana, mediante el empleo de versos cortos, encabalgamientos estratégicos e, incluso, interrumpiendo el ritmo natural del verso: “Lejos de / las miserables celdas y / de las hojas que se sienten con / la obligación de / quemarse en la estampida de / las medias / palabras.”

Díaz Cervera, además de poeta, es académico de la Universidad Autónoma de Yucatán y de la Universidad Modelo, además de estudiar una maestría en Filosofía en la UNAM. Ello le habrá brindado herramientas para precisar más su empleo del lenguaje, aunado al respeto por la gramática de nuestro idioma y a la carga semántica de cada palabra que lo han caracterizado de siempre; no hay ambigüedad en esto versos, sino polisemia; es un atentado metafórico contra un orden social que nos asedia. Por eso las palabras que emplea el poeta deben ser “lo suficientemente mudas”, deben aprender a sugerir

Si nuestro bien amado José Gorostiza había afirmado, desde la subjetividad de su enunciante, “lleno de mí, sitiado en mi epidermis”, José Díaz nos hace ver que nuestras alegrías sarnan, se despellejan, que el órgano más grande del cuerpo humano no es sino sus palabras o, más bien, aquellas de las que cada individuo se apropia: “Mi nombre sufre, / yo estoy bajo su piel.” Nos hace ver que es necesario traspasar las líneas enemigas, herir el mundo con estas mismas palabras que parecieran contenernos, poner el filo del pelaje hacia este mundo lleno de perraldad.

Entre los ladridos de nuestro entorno, “el que calla / se abre a un eco de rumores”, y el “decir es un cuchillo” para abrir de tajo el mundo y extirpar sus malas digestiones. Las palabras del poema, del verdadero, parece afirmar José Díaz, nos hacen desconfiar de lo evidente, evadir la “carnada del pensamiento” e ir en busca de lo subyacente.

La piel es poesía y es testimonio del poeta, de sus circunstancias y del mundo. No se percibe en el libro un desfase de su cotidianeidad ni de sus recuerdos ni de sus tradiciones (los polvos de arroz que usó su abuela lo manifiestan); pero el compromiso estético lo hace evadir la posición política, la denuncia directa. Es al mundo, profuso auspiciador de injusticias, a quien se declara enemigo: “La perraldad ha lamido estos vocablos / ha tenido la benevolencia de aperrearme / me ha besado cuando estoy dormido / y es sincera como las hemorragias.”

Es La piel, desde mi particular perspectiva, un poemario que se adosa a otros como Sobre la tierra de los muertos, de Javier España, para vislumbrar la inopia humana que se multiplica en el sureste mexicano y la propuesta de la poesía peninsular para hacerle frente.





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