jueves, 29 de mayo de 2008

Para volver a la infancia, para clavar una daga

por Agustín Abreu Cornelio
lo más triste de la muerte es carecer de música
Francisco Hernández
Ante la difícil circunstancia de vivir la propia vida, Pessoa descubrió en sí a Ricardo Reis, a Álvaro de Campos, a Alberto Caeiro, personajes heterónimos que multiplicaron el goce que la obra del poeta portugués heredó al mundo. De la misma manera el veracruzano Francisco Hernández reelabora o, mejor dicho, confecciona poéticamente las vidas atormentadas del poeta Georg Trakl (Cuaderno de Borneo, incluido en Moneda de tres caras), del músico Robert Schuman y del fotógrafo estadounidense Charles B. Waite (Diario sin fechas le hizo merecedor del premio Jaime Sabines de 2005).
Utilizo ‘confeccionar’ porque el poemario De cómo Robert Schumann fue vencido por los demonios (publicado en la colección La Centena de CONACULTA) ha dejado en mí la sensación de estar frente a un personaje novelado, producto de los sueños más atroces de la razón. Francisco Hernández explota la expresividad de las dualidades: valentía- cobardía, amor- crueldad, música- silencio y –quizá la más desgarradora de las que encarnó el compositor alemán– cordura- locura.
El músico Robert Schumann, mundialmente conocido por sus bellas canciones de cuna, fue la esperanza de sus padres que veían en él al futuro Mozart; en vez de conseguirlo vivió los horrores de la guerra, se vio imposibilitado para la ejecución musical por una artritis prematura y condenado a no alcanzar la fama como compositor por el desdén a sus propios méritos, se consoló cohibido ante la brillantez de Wagner, Brahms y Mendelssohn.
Su único triunfo pudo haber sido el amor, pero al final de su vida le alcanzó la enfermedad que ya había cobrado cuota en su hermana, la demencia: “Sueñas una sola nota sostenida / (...) y que todo el pueblo entona tus canciones”, dolencia que se ensañó con sus más profundas esperanzas.
Ahora, este relatar sobre otros no libera al poeta de la subjetividad, sino por el contrario, le permite encontrarse en un diálogo con su personaje, dejando claros los impulsos que condujeron al autor a empeñarse en la vida del músico: el recuerdo de su padre, del amigo Jomí García Ascot y de los propios hijos seguramente arrullados por la música del alemán, sin olvidar el hecho de que la obra de Schumann libera al autor de la pesadumbre de su entorno: “este bello país de pordioseros y ladrones / donde el amor es mierda de perros policías / y la piedad un tiro en parietal de niño.” Así el diálogo –que no es máscara ni antifaz– no sólo permite descubrir la sensibilidad humana en la desesperanza y el sufrimiento ajenos, sino que la exacerba y aún la hace posible. Es por ello que “para que salga el sol”, “para quemar una bandera”, “para volver a la infancia”, “para clavar una daga”, se cuenta con la música de Schumann. Jaime Sabines ya había concedido a la música el carácter de compañera en el poema que inicia “La música de Brahms mueve cortinas”.
Si bien este texto “que crece con la noche” posee una faceta narrativa, los aciertos se contienen en la poesía. Tal como se declara en un principio, la poesía y la música son lo mismo pues la boca “es un oído que se mueve y que contesta” (acertadísimo préstamo de Novalis). Este hecho deberá comprobarlo cada individuo al emprender su lectura; por mi parte he comprendido el inmenso amor que se conjuga en “una naranja y un ramo de violetas”.

martes, 27 de mayo de 2008

Octavio Paz y el arte de ametrallar cadáveres

(FRAGMENTO)
por Evodio Escalante




Saqueó, magulló y triunfó. En la acción puntual de estos verbos, con lo que revelan y a la vez esconden de ansiedad carnívora, puede resumirse la vida literaria de Octavio Paz. La velocidad y el carácter depredador de su prosa dependen de lo anterior, como de ello pende igualmente su pertinaz permanencia en la cultura mexicana de nuestros días. Sin duda la prosa de Alfonso Reyes es superior, en la medida en que es más transparente y fluida, más civilizada y cordial, esto lo sabe todo el mundo; la de Paz, por contraste (me excuso por la rima), es más eficaz, y con ello hago referencia no sólo a su eficacia sino a su efectismo. No es peyorativa esta última expresión. Llamo efectismo, en su sentido más amplio, a la llana capacidad de producir efectos. El primer ejemplo de la eficacia de su prosa, y de su temperamento aquilino, lo tenemos en El laberinto de la soledad. Producto tardío de la epidemia filosófica que desataron los hiperiones en su búsqueda afanosa del ser del mexicano, no deja de maravillarme que un outsider como Paz fuera capaz, con un mismo gesto, de apropiarse de sus inquietudes identitarias y de borrarlos para siempre del panorama intelectual. Todo lo que Joaquín Sánchez MacGregor, Leopoldo Zea, Ricardo Guerra, Luis Villoro, Samuel Ramos, Emilio Uranga, Salvador Reyes Nevares, Jorge Portilla, Fausto Vega y hasta Rubén Salazar Mallén, animados en el fondo por el magisterio de José Gaos, habían logrado avanzar en los años treinta y cuarenta del siglo pasado en el terreno de la llamada “filosofía de lo mexicano”, Paz lo resumió y lo volvió obsoleto con este libro que seguimos leyendo todavía hoy. Salvo la tristona agonía de El perfil del hombre y la cultura en México, de Ramos, a los restantes libros, artículos, mesas redondas, conferencias y tesis académicas que brotaron de este selecto grupo de pensadores los desplazó y sepultó la prosa de El laberinto. Primera prueba de sus efectos.



El texto completo puede leerse en http://www.jornada.unam.mx/2008/04/27/sem-evodio.html

lunes, 19 de mayo de 2008

This is Just to say

I have eaten

the plums

that were in

the icebox

and wich

you were probably

saving

for breakfast

Forgive me

they were delicious

so sweet

and so cold.

William Carlos Williams (1883-1963)

viernes, 16 de mayo de 2008

Vida de sobra

publicado en Vanguardia el 2 de mayo de 2008

Por Agustín Abreu Cornelio

Llegamos cuando el sol ejercía mucho más que una influencia astrológica y parecía exprimir el sudor de los cuerpos. La Casa del Abuelo es una construcción que no permite adivinar quiénes le otorgan vida o pureza de alma, ni los colores ni el estilo arquitectónico institucional del gobierno del estado de Tabasco han logrado burocratizar a las personas que continúan forjando su vida en el interior del asilo de ancianos del municipio de Tenosique.

Apenas un par de horas antes, mi mamá había preparado un flan para llevar de postre a las poco más de 30 personas recluidas. La primera imagen, justo al entrar en el recinto, se me ha quedado grabada: un anciano que parecía andar con paso firme, salía a recibirnos cuando dejó sus buenas intenciones en el cristal de la puerta. Luego, al entrar en el comedor, una viejecita con los párpados desamparados soltaba la frase “¡Seño, lléveme de aquí!” La que tiembla como un eco en los oídos de la página que escribo.

Era la una de la tarde y los abuelos ya terminaban de comer. El menú se limitaba a pollo con arroz y agua de jamaica, de tal manera que el flan sería disfrutado por todos. Servimos y obtuvimos ayuda para repartir los platos entre los ancianos; pero me sorprendió que algunos se rehusaran: sentado en un sofá, con su camisa a cuadros y un bigote bien cuidado, malencarado a pesar de todo, dijo que su mano derecha no le “servía”; “yo se lo doy” repliqué, pero la negativa fue más que rotunda. Me queda claro que algunos de ellos se aferran al orgullo, cuando las fuerzas del cuerpo les han abandonado, como si este fuera un vínculo con la juventud que el tiempo no pudiera arrancar.

“Chaquiste” es el apodo de uno de los recluidos que agradecieron y saborearon el flan con una sonrisa que evidenciaba su pobreza. Él es uno de los más queridos en el lugar, según lo veo en la relación que mantiene con las trabajadoras sociales y demás personal de apoyo, con quienes bromea continuamente. Luego de llevar sus platos a la cocina se quita la playera, coloca algunas de las sillas sobre las mesas y toma una escoba; “Chaquiste” paga con trabajo su cuota de manutención.

Alfonso o “Poncho” comió triple ración de postre y, sin embargo, lo que parecía saborear era el silencio. Oriundo del puerto de Veracruz y en una casa donde mamó la música en los discos de su padre, “Poncho” extraña las teclas del piano, que durante muchos años fue su herramienta de trabajo, tanto como la compañía. Su mesa estaba vacía y aproveché para sentarme a conversar unos minutos con él y enterarme de su vida, y de los días presentes que él pretende dejar al margen de lo que fue, realmente, su vida: las noches tocando en los restaurantes y hoteles más prestigiosos de Villahermosa, las fiestas y reuniones que amenizó en Tenosique, los días cuando su currículo era mucho más que nostalgia. Fue una conversación rara en la que me di tiempo de hablar de Carlos Pellicer, el más comentado poeta tabasqueño, y de recitar algunos versos del poeta nayarita Alí Chumacero. Y es que Alfonso requiere tiempo para absorber el aire que dejara ir con cada palabra en las que expresa su regocijo por el ritmo. Su fisiología se resiente de la edad olvidada, pero no su ánimo que lo impulsa a ofrecerse como maestro de piano para quien realmente lo desee.

La “Chaparra”, Inés, afirma que ella solicitó su estancia en el asilo. Nunca “sentó cabeza”, dice que siempre prefirió el automandato a tener que someterse a algún hombre. Se dice que padece Alz Heimer, pero ella cuenta anécdotas de sus compañeros del asilo y aún chistes que conjugan la tercera edad, el sexo y el mal de Parkinson. Inés sonríe indefectiblemente, no se puede creer que ha pasado toda la mañana en la enfermería por un dolor de cabeza. Mientras tanto, mi mamá, que platica con la trabajadora social, se entera que los “seres queridos” de la “Chaparra”, unos sobrinos que tienen el poder para cobrar su pensión, luego se niegan a pagar la cuota de manutención de doña Inés. Esta viejecita no tiene nada de rencor, sino que agradece que alguien la visite y le atienda algunas palabras, aunque los nombres terminen por borrarse.

El sopor se extiende como divulgado por los cinco o seis ventiladores que cuelgan de los techos. Por las ventanas, en el jardín y a la sombra de una Ceiba un par de hombres pintan las camas de quienes tienen que detenerse en el comedor por necesidad. Alguna madre termina de alimentar a una hija de cuarenta y tantos años de edad que, por deficiencias mentales y dependencia de su madre, ha sido aceptada también en el asilo. Madre que saca fuerzas de los años que ha vivido aunque no tiempo para compartir conmigo.

Ya nos íbamos y algunas sonrisas nos acompañaban hasta la puerta. Justo ahí, Rosita, una vieja conocida de mi mamá, con fama de recitadora, se levanta de la silla de ruedas para abanicarse con su bata y preguntar si no queda más flan. Rosita tiene una sonrisa casi virginal que acompaña a un Winnie Pooh de peluche que abraza fraternalmente.

Dimos unos pasos más luego de prometer visitas frecuentes. Porque muchos se quedaron con ansias de contarnos lo que un día fue su vida. Ahora, al redactar esta crónica, me pregunto si fuimos mi mamá y yo quienes cruzamos el umbral, o si ya lo hicieron quienes han quedado recluidos.

Entradas populares