1. El mundo o el viaje de Adán
En ocasiones escucho el sonido trepidante de unas trompetas que niegan su vínculo con aquellas pronosticadas para el juicio final; un ritmo de ska que libera las emociones de un grupo de jóvenes que se reúne para divertirse y sublevarse ante la pasividad del mundo que se muere de adulto. Este género musical, nacido en Jamaica hace unos cincuenta años, reúne en sí la certeza de la renovación posible pues nace en una colonia inglesa como fusión de los sonidos de los negros oprimidos con los de los opresores, y coincide con la apertura de las zonas urbanas a los provenientes de los campos de cultivo donde eran explotados. El ska es un anhelo de modernidad que rebasó por mucho las condiciones sociopolíticas de la región caribeña donde nació.
Igual que el ska, el mundo actual está tomando por sorpresa a las instituciones nacionales e internacionales que no han podido medir la velocidad del entorno como una balsa en una corriente salvaje que se limita a dar bandazos por miedo a utilizar los remos –utilizando la recurrente metáfora de Juan José Bremer–. O quizá se debe a que dichas instituciones se han empeñado en oponerse a la corriente, interponer obstáculos para mantener un statu quo favorable a algunos; obstáculos que la corriente ha desbordado llevándose entre las patas a justos y pecadores.
Lo que resulta más sorprendente es la creciente inhumanidad de algunos organismos que, en el afán de mantenerse como corporaciones productivas y con economía bogante, enfrían su origen humano y evaden problemas urgentes a nivel mundial como los crecientes índices de pobreza extrema, la hambruna y escasez de agua en inmensas regiones del planeta, el calentamiento global y el desastre ecológico. Cuando Isaac Assimov redactó las tres leyes de la robótica lo hizo por el temor de que la frialdad de los productos humanos terminaran por destruir a sus creadores, hoy habría que remitir a instituciones, empresas y estados a la primera de ellas: Un robot no debe dañar a un ser humano o, por su inacción, permitir que un ser humano sufra daño.
Hace unos días, Jimmy Carter denunció al gobierno Israelí de poseer un gran almacén de armamento nuclear, desde entonces he esperado la reacción diplomática de la ONU, la OTAN y otros que se erigieron a sí mismos gendarmes de la seguridad mundial, como lo hicieron en Irak. Es sorprendente enterarse que Estados Unidos gastó en 2005 500 000 millones de dólares en su ejército, cuando hay más de mil millones de seres humanos que sobreviven con menos de un dólar al día. Es cuestión de aritmética básica negar cualquier reflexión ética que justifique tal atrocidad.
Cuando Adán fue expulsado del Paraíso se le condenó a él y a su progenie a ganar el sustento con trabajo y a la muerte (ni hablar de Eva, cuya estigmatización social continúa en nuestros días); se inició el periplo de la humanidad y la población del mundo pronto se convirtió en sobrepoblación, y la cacería en depredación, y la agricultura en maíz transgénico.
El pueblo judío concebía el tiempo como la espera de un redentor que intercediera ante un Dios que cada día castigaba con mayor saña, según consta en el Antiguo Testamento. El cristianismo, una vez que recibió el perdón mediante el sacrificio de Jesús, creía que el tiempo era finito y que, en el último punto del recorrido, los justos serían gratificados. La modernidad, por su parte, concibió la idea del progreso infinito y en la infinita capacidad del hombre para modificar el entorno en su beneficio. Hoy todas estas visiones se han desvanecido en una realidad más que tangible. El ser humano, como individuo, vive actualmente en un tránsito vertiginoso entre la euforia y la angustia provocado por una larga historia de desaciertos.
Cuando era niño y la “perestroika” no era más que una línea de zapatos, veía por televisión las imágenes de la Guerra del Golfo (el primer conflicto bélico con cobertura mediática minuto a minuto) y no alcanzaba a relacionarlo con la angustia de mi papá ante el aumento de la gasolina y el diesel. Ahora, gracias a los medios de información, estamos inmersos en un constante bombardeo de datos y hechos, presentados de manera tendenciosa y caótica, que deben ser organizados con imaginación e inteligencia para lograr establecer medianamente una cadena de causas y efectos. Y, sin embargo, nuestras emociones y nuestras necesidades muchas veces nos ganan la carrera.
Tenemos la nostalgia de Adán, no sólo de un Paraíso físico; nostalgia de tener esperanza en un lugar donde nuestra vida pueda desarrollarse con un mínimo nivel de tranquilidad y confort. Quizá por eso la portada del libro de Bremer sea una manzana apresada entre alambre, simbolizando la paradoja de la expulsión que nos ha aprisionado. El viaje es un rasgo propio de nuestra época y uno de sus estadios fundamentales es el regreso. El regreso del Adán que somos no se logrará sólo interviniendo el plano simbólico, sino con una diáspora de fuerzas productivas. Esto lo saben millones de migrantes que han debido dejar sus lugares de origen para ver que su esperanza tenía un sustento nulo.
2. El libro y su autor o el viaje de Colón
El viaje no implica sólo el desplazamiento físico, también es una experiencia y una conmoción de las estructuras mentales causadas por el encuentro con el otro y sus diferencias. A pesar de que actualmente vivimos en una “aldea global” y tenemos casi cualquier manifestación cultural al alcance de nuestras manos gracias a Internet, y a que las fronteras han perdido su carácter de límites físicos para convertirse en sitios, muchas veces virtuales, de de gran potencial para el intercambio simbólico; el viaje no ha perdido su vigencia.
El libro de Juan José Bremer, El fin de la guerra fría y el salvaje mundo nuevo, puede leerse como quien se encuentra ante la experiencia relatada por el viajero; esto no sólo por la posición de diplomático, un viajero con credenciales, sino por su particular estilo de relatar los acontecimientos, sin dudar en incrustar la anécdota personal en el sitio indicado. Ésta diégesis testimonial tiene un par de efectos retóricos interesantes: por un lado, brinda al relato una expresión más vívida y subjetiva, una plusvalía acorde con los tiempos actuales en los que la mayor parte de la información se encuentra en Internet, y que aleja su ensayo de la frialdad histórica, y por otro lado, le brinda autoridad para referirse a los hechos pues estuvo en contacto directo con los actores principales.
La experiencia del viajero no sólo se expresa en el relato, también en las reflexiones que conceden el carácter ensayístico al libro, ya que Bremer no pierde oportunidad de hacer ejercicios de historia comparada, de indicar diferencias en el ámbito cultural y en la conformación de un inconsciente colectivo respecto a otras latitudes con las que, probablemente, el lector hispano parlante está más en contacto. Estas oportunas digresiones conceden el desplazamiento temporal y espacial de los marcos de referencia en los cuales el lector se mueve.
Así como él describe el peso de la tradición rusa en la conformación de la situación que vive actualmente aquel país, me referiré brevemente a la tradición diplomática mexicana que se ha empecinado en que dichos cargos sean ocupados por hombres de vasta cultura que desean ampliarla aún más. Al respecto quiero citar unas palabras que Alfonso Reyes dirigiera al joven Xavier Villaurrutia:
¿Por qué no se esfuerza usted en saltar a la diplomacia? (…) Haga un esfuerzo y salga a correr mundo. Pero, si es usted de veras sabio, no corte nunca sus amarras, vuelva con frecuencia al país, y piense que la vida en el extranjero es en el fondo un vicio. (…) No se quede con los ojos fijos en lo que está cerca. Siéntase en comunicación con el mundo y olvídese del barrio en que vive.
Bremer es parte de esta tradición y hace gala en el interior del libro de su amplia cultura que va de Homero a Thomas Mann, pasando por Shakespeare y los novelistas rusos, la música y la pintura de la vanguardia europea, así como los analistas e investigadores sociales más dispares; también ha sido diplomático en Suecia, la Unión Soviética, Alemania, Estados Unidos y Reino unido. Quiero volver por un instante a la época de Alfonso Reyes.
Desde nuestros poetas modernistas (Darío es tan nuestro como de los nicaragüenses), ha existido un afán por integrarse al mundo occidental. El grupo formado por Reyes, José Vasconcelos, Pedro Henríquez Ureña, entre otros, llamado Ateneo de la Juventud, es la instancia en que con mayor fervor se entregaron los intelectuales de nuestro país a tal empresa. Para ello basta recordar el proyecto vasconcelista de llevar los clásicos grecolatinos a todos los lectores del país, o los minuciosos estudios latinos de Reyes. Este proyecto fue retomado por el grupo de Contemporáneos y Octavio Paz (quienes también figuraron en el plano diplomático), entre otros. Es claro que la integración requiere entendimiento, investigación, reflexión, que no sólo son dados por las lecturas, y a los que el viaje ha contribuido enormemente por permitir experiencia de primera mano y entablar diálogo con los individuos que crean y recrean la cultura. Esta integración se ha obtenido en los planos del arte y la literatura, pues ahora los artistas mexicanos son apreciados en todo el mundo. Pero no ha ocurrido lo mismo en los planos políticos y económicos.
El proyecto de integración ha implicado la reinvención en sentido inverso de los viajes que Colón realizó hace quinientos años, para transformar la colonización a que fuimos sujetos en la inserción simbólica de nuestras aspiraciones. Y las referencias a La Tempestad, de Shakespeare, en el título del ensayo confirman tal lectura. Pero, tal como le ocurrió a Colón, tan prejuiciado por la Maravillas de Marco Polo, corremos el riesgo de no apreciar la realidad en su justa dimensión y veamos el Edén donde sólo se encuentra la desembocadura del Orinoco. De ahí que es digno de mención el esfuerzo de Juan José Bremer por comprender las realidades del mundo occidental en sus propios términos, sin contaminarse de ideologías ni de dogmas nacionales, religiosos o academicistas. Sólo persiste la duda de si el proyecto de la integración mexicana en Occidente sigue siendo válido en nuestra época, principalmente por la participación económica que en la segunda mitad del siglo XX tuvieron Japón y otros países de la costa del Pacífico, y la que tienen China y la India en la actualidad.
Lo que sí es un hecho es que en el tránsito en el que he acompañado a Juan José Bremer como lector, he logrado explicarme ciertos hechos que no fueron consignados en el libro: tales como el creciente poderío que tiene Rusia en el campo energético logrando desplazar a Arabia Saudita como el principal productor petrolero, auge que ha sido acompañado por severos escándalos de corrupción tales como el de la segunda petrolera del país: Yukos. O la negativa de países como Estados Unidos y Australia a suscribir una nueva versión del tratado de Kyoto, ya que son los principales beneficiarios de los procesos que generan gases invernadero.
Por otro lado, sin pretender demeritar un ensayo de dimensión considerable, me hubiese gustado leer también la faceta mundana de la historia, ya que estoy convencido que los gobernantes y funcionarios cumplen un papel minoritario respecto de lo que se construye día a día en la suma de los esfuerzos individuales. Si bien, por ejemplo, he podido sopesar el empeño de Honrad Adenauer en el renacimiento alemán después de la segunda guerra, pudo haber sido muy ilustrativo el relato o la mención de los problemas cotidianos en tal emergencia: la producción de la papa, la reconstrucción de las viviendas y otros tópicos por el estilo. Lo que Juan José Bremer expone en El fin de la Guerra Fría y el salvaje mundo nuevo es una historia elitista que ahoga, aún más, el ruido de los pobladores, y da más reflectores a quien no los necesita: los grandes funcionarios.
3. El viaje de Ulises
El fin de la Guerra Fría y el salvaje mundo nuevo, es la historia de la tragedia europea en el siglo XX y puede compararse con La Odisea no solamente en el transcurso accidentado del recorrido, ni en el acto de comer el loto del olvido que une a ambas guerras, ni en el sabotaje del dios Eolos que condujo a la Guerra Fría, ni en la maldición de Polifemo enceguecido que pudiera ser la Unión Soviética; también puede compararse en la necesidad de partir nuevamente una vez que se ha llegado a casa. Europa, que luchó tantos años por su integración económica y política (principalmente Francia y Alemania, como acertadamente señala Bremer), se encuentra a principios del siglo XXI con serios problemas que amenazan con derribarla.
Si el libro de Bremer puede observarse contrario al espíritu de un libro de viajes es únicamente en un punto, no por ello desdeñable: el autor desdeña el papel de la utopía en el tránsito hacia un futuro más justo, para él lo que hace falta es pragmatismo y sentido de la realidad. Yo me opongo a su idea, en primer lugar, porque no existe una realidad social objetiva (incluso los físicos cuánticos, con su principio de incertidumbre, comparten esta apreciación), la realidad se construye a partir de esquemas mentales y categorías del pensamiento, productos de la colectividad en el transcurrir del tiempo. Y en segundo lugar, porque imagino un mundo sin utopías sumido en la total desesperanza; claro que las utopías nunca son estáticas, van cambiando conforme crecemos, como dice Eduardo Galeano: “Por mucho que yo camine, nunca la alcanzaré. ¿Para qué sirve la utopía? Para eso sirve: para caminar.”
Pero hay otro Ulises que suele gozar de menor reputación que los autores de libros: el lector. Es él quien tiene la capacidad de hacer un cambio efectivo, de enfrentar el proceso de globalización con todas sus consecuencias, reflexionar sobre él, participar en la toma de decisiones (en grupos pequeños como grupos vecinales y asociaciones, o en instituciones políticas) y llevar a cabo acciones concretas, como esos jóvenes que se reúnen en las tocadas de las bandas locales de ska, reggae o rock que realmente identifican su problemática. La mejor oposición a este capitalismo desbordado que nos ha dejado con millones de muertos en los países en desarrollo es el apoyo decidido a las culturas regionales y el fortalecimiento de su fuerza de producción. Cuando hablo de cultura regional no me refiero al feroz sostenimiento de la guayabera, el hipil, la marimba, sino a la generación de nuevas manifestaciones que complementen las tradiciones y las costumbres ya establecidas, sea en el campo de las artes o el de las ciencias.
Todo libro implica un viaje y la confrontación con otro o con muchos otros; a veces es placentero, a veces instructivo, y al cerrarlo hay que emprender el viaje más importante. Por que el libro nos ha demostrado que esta casa, este salvaje mundo, no es el mejor que podríamos tener y debemos esforzarnos por mejorarlo. Entonces podremos conceder a los escritores como Juan José Bremer lo que Borges consideraba la mejor honra: olvidaremos sus nombres y recordaremos sus palabras.
El fin de la Guerra Fría y el salvaje mundo nuevo
Juan José Bremer
Ed. Taurus
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