por Agustín Abreu Cornelio
(publicado en Vanguardia)
El concepto de utopía nació con la modernidad, aunque hay algunos planteamientos provenientes de la antigüedad que podrían considerarse proto-utópicos. Probablemente el más célebre de ellos se encuentra en
En
Uno de los acontecimientos fundacionales de la modernidad es el descubrimiento de América. El hallazgo de este Nuevo Mundo hizo soñar a la sociedad occidental en un lugar carente de toda perversión[1], en términos europeos, y muchas de las crónicas de los exploradores parecían corroborarlo. Basta recordar las cartas de Colón en las cuales relata los indicios que le hacen suponer que el Edén se encuentra en una gran isla ubicada donde hoy sabemos que está Venezuela. De esta clase de relatos se nutrió Tomás Moro para redactar su Sobre el mejor estado y la nueva isla Utopía, librito verdaderamente dorado, no menos festivo que provechoso, conocido mundialmente como Utopía. En dicha obra se describe, a modo de testimonial por un navegante, una sociedad “justa”, en los términos platónicos, desarrollada en una isla del océano Atlántico en la que se fomenta la igualdad, la distribución equitativa tanto de las labores como de las riquezas obtenidas, así como la propiedad común. El neologismo latino que da nombre a la isla y al libro es resultado de unir topos/topia (lugar/localización) con los prefijos ou- (ningún) y eu- (buen), es decir, Tomás Moro logró conjuntar en una sola palabra ningún lugar con buen lugar. En el mismo tono se encuentran las posteriores obras de Tomasso Campanella y Francis Bacon, La ciudad del sol y La nueva Atlantida, respectivamente.
Lo cierto es que en
Sin embargo, estos intentos terminaron por pervertir la cimiente que los había originado: la vida austera, de reflexión y de búsqueda interior, se convirtió en vida corporativa, tan corrupta y enriquecida como las trasnacionales de hoy. En respuesta a dicha degradación surgieron las órdenes mendicantes: franciscanos y los dominicos en el siglo XIII.
Si bien en el Renacimiento, en los albores de la edad moderna, también hubo intenciones de llevar a la práctica los postulados utópicos, ello implica una paradoja que intentaré detallar en breves líneas. A partir del siglo XIV, en Europa central se inició la conmoción de los valores que durante más largo tempo se habían mantenido inconmovibles: el geocentrismo, la aparición de América, la crisis religiosa y el protestantismo declararon el destierro de los dogmas y las verdades absolutos, a partir de entonces todo era falible y objeto del pensamiento humano. Se inauguró la crítica de todas mitologías, la judeocristiana incluida, y con ello se dio un acelerón al proceso de secularización (donde la religión va perdiendo terreno ante otras visiones y explicaciones del mundo).
La crítica se erigió como la característica distintiva del ser humano; bajo su amparo nacen la ciencia y las artes como las conocemos actualmente. Sólo la crítica haría posible el progreso al evidenciar errores e indicar alternativas posibles. La crítica hizo que el hombre se viera a sí mismo, en su colectividad, como indestructible, capaz de comprender el universo y de moldearlo a su conveniencia en una evolución social ad infinitum, que podría ir más allá de la vida terrestre colonizando otros mundos, tal como había ocurrido con América. Parecía que todos los sueños humanos serían asequibles de un momento a otro. Como bien dice Octavio Paz, la crítica de los mitos terminó por convertirse en el mito de la crítica.
Si las visiones no secularizadas del mundo proponían que el paraíso se encontraba en el “más allá”, después de la muerte, la modernidad lo coloca en
La utopía, entonces, está contaminada de crítica. Sin embargo, la mayoría de los relatos utópicos presentan una sociedad inmóvil, en ellos priva la descripción sobre la narración. El tiempo pareciera no transcurrir porque el concepto tiempo, en la modernidad, está íntimamente relacionado con la idea de progreso y en una sociedad perfecta no hay progreso posible, por lo tanto la crítica pierde sentido y también la utopía y la capacidad ilimitada de la razón y la característica primordial del ser humano y su lugar en la historia y la historia misma… y todo cae como un castillo de naipes. He aquí la paradoja de la utopía en un nivel pragmático.
Para contrarrestar al mito de la crítica y a la visión positivista del ser humano, a partir del siglo XIX hicieron su aparición en el terreno de la literatura (y durante el siglo XX se instalarán en la cinematografía) las distopías. Esta palabra, también neologismo latino, se relaciona por analogía a la utopía, pero el prefijo dys- denota algo penoso. De tal manera que actualmente se utiliza distopía para referirse a una anti-utopía. Una de las primeras narraciones distópicas es la primera novela de H. G. Wells, La máquina del tiempo, en la que se describe la vida en
El elemento de la toma de conciencia es un elemento definidor entre las visiones utópicas y las distópicas. Ya que la utopía privilegia el bien común, implica la reducción de las alteridades, la absorción del otro mutilando sus características distintivas (culturales, afectivas, intelectuales) y fabricando una colección de idénticos. Por otro lado, la distopía parte de la instauración de una utopía en la realidad y describe el bien común, adquirido mediante mecanismos de control, como una felicidad superficial y aberrante: todos son felices de la misma manera, a nadie le es dado escapar a su programación o intentar una felicidad individual. Pero la toma de conciencia de uno mismo, de sus habilidades particulares y de sus aptitudes, conduce a un accionar diferencial y a búsquedas individuales.
Los creadores de distopías suelen partir de una o varias posturas ideológicas vigentes e imaginan su estado más radical. Así lo hizo Aldous Huxley en Un mundo feliz, novela en la que describe una sociedad con postulados eugenéticos (como la reproducción selectiva que proponía el gobierno de
Podemos reinterpretar la acción de Platón en
El intento de llevar al terreno de los hechos una utopía, burlando su principal función, la de ser una meta colectiva que propicie un cambio gradual pero constante, ha traído las consecuencias que se han descrito previamente, así como millones de muertos. Hay otra clase de utopías que han tenido consecuencias no tan graves y, aún, logros relativamente importantes. Se trata de las ciudades planificadas desde cero que pretenden, mediante una urbanización pensada científicamente, desterrar de sí brechas socieoeconómicas o, como es el caso de Masdar, en Emiratos Árabes Unidos, problemas ecológicos.
En América Latina contamos con un caso paradigmático, se trata de Brasilia, capital de Brasil que cuenta con menos de medio siglo de existencia. Soñada bajo el signo comunista del presidente Juscelino Kubitschek, se proponía impulsar la colonización del interior del país, así como disminuir la brecha entre la riqueza de las grandes ciudades costeras, Río de Janeiro y Sao Paulo, y las poblaciones agropecuarias del interior. Varios arquitectos intervinieron en la planeación de la ciudad bajo el mando de Óscar Niemeyer, logrando que el producto tuviera un nivel estético notable (hay que destacar edificios como
Brasilia fue planeada para albergar una población restringida, sólo la necesaria para llevar a cabo las funciones administrativas propias de una capital, población que se calculó en medio millón de personas. Hoy, 48 años después de su fundación, la alguna vez nombrada “capital de la esperanza”, tiene una población de dos millones y medio de personas, además de graves problemas de contaminación, transporte, desempleo y una población satelital, conformada por algunas de las favelas más pobres del país, en la que abunda la violencia. Si el sueño original contemplaba la posibilidad de una ciudad sin clases sociales, la realidad y el paso del tiempo lo han desmentido. La ciudad utópica se volvió distópica, tanto como cualquier ciudad moderna. Los urbanistas olvidaron que una ciudad nueva es un símbolo de bienestar que atrajo a miles de personas esperanzadas en busca de oportunidades y que esta desbandada difícilmente se apegaría a los planes establecidos, olvidaron que la naturaleza urbana implica un crecimiento multiforme y que las necesidades variarán con los años.
Masdar apenas ha puesto sus primeras piedras y sus planes son más ambiciosos que los de Brasilia. Con un presupuesto de 22, 000 millones de dólares se nutrirá con energía cien por ciento renovable, ya que las fachadas estarán recubiertas, casi en su totalidad, por celdas solares y estará equipada con turbinas para aprovechar el ventoso clima del desierto. Se dice que se instalarán millones de sensores para medir el gasto de energía y, quien gaste más pagará más impuestos (claro, siempre existe la posibilidad de que una vigilancia legítima se convierte en mecanismo de control y coerción). El transporte será limitado a trenes ligeros y vehículos eléctricos con transportación puerta a puerta (esperemos que nunca se limite el libre flujo y el contacto interpersonal).
Las pretensiones poblacionales de Masdar también son más moderadas, un diez por ciento de lo que esperaba Brasilia, 50 000 habitantes. La construcción ha iniciado con la construcción del HeadQuarter, un edificio revolucionario y futurista, que cumplirá la doble función de brindar habitación y albergar oficinas para los constructores y administradores del resto de la ciudad. Su construcción puede ser un detonante para la diversificación energética de la población (la cual consume la mayor cantidad de recursos naturales per cápita), pero también puede ser un aliciente para la migración de un sector de la población con todo y sus hábitos de consumo.
Hay que brindar un reconocimiento a la iniciativa de Abu Dhabi, cuya próxima ciudad no sólo será producto de los millones obtenidos con la venta de petróleo y gas (cuyas reservas son las quintas y cuartas del mundo, respectivamente), sino que brindan un excelente laboratorio a los alumnos de su flamante Instituto de Ciencia y Tecnología de Masdar, imitación del Massachussets Institute of Technology, quien además los asesora, y con un presupuesto comparable. México tiene mucho que aprender de esa clase de iniciativas y de los resultados que Masdar obtenga en el uso de energía renovable, pero mucho más en el impulso a la generación de tecnología propia. Y Masdar tiene mucho que aprender de la historia de Occidente, aunque entre utopía y distopía no hay nada escrito.
[1] Esta noción, errónea y exotizante a todas luces, persiste actualmente, por ejemplo, en la imagen de una sociedad maya en perfecta armonía con la naturaleza que la rodeaba, ignorando que datos históricos revelan que la decadencia de grandes ciudades como Palenque se debió a la sobreexplotación de los recursos naturales al alcance.
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