Los últimos días de diciembre y los que dan entrada al año subsiguiente, son propicios para el juicio del desempeño propio y el establecimiento de nuevas metas, sueños y objetivos. En esta ocasión también lo fueron para apreciar el arte de uno de los creadores fundamentales, sino es que el más, de la plástica del siglo XX: Pablo Picasso (1881-1973). El pintor, escultor, grabador y escenógrafo malagueño, nacido hace 127 años en la vieja España, produjo más de 2000 obras que rondan museos y colecciones privadas alrededor del mundo. Pero cuando digo alrededor del mundo, hay que entender que sólo unas pocas ciudades privilegiadas, y en ellas sólo un puñado de individuos, tienen acceso a las exposiciones.
Para muestra de lo anterior baste decir que nunca, hasta enero del presente año, se habían presentado en nuestro país, al unísono, dos exposiciones del pintor más emblemático del cubismo. Pero esto no es lo más sorprendente: entre las dos ciudades anfitrionas median 400 kilómetros y una autopista de alta velocidad, de tal manera que una persona podría haber apreciado en el mismo día unos ciento sesenta grabados originales del artista español. Estas dos exposiciones eran la correspondiente a la “Suite Vollard” y la denominada “Picasso: la belleza múltiple”. Las ciudades: Cancún, Quintana Roo, y Mérida, Yucatán. Uno de los privilegiados (y cuesta mucho trabajo utilizar el adjetivo) en visitar ambas exposiciones, quien estas palabras escribe.
En el centro de la frivolidad, donde el Mar Caribe con toda su belleza encuadra el despilfarro y la diversión evasiva, está Plaza la Isla, un centro comercial moderno, confortable y dolarizado. Y en ella, la fundación Pelópidas ha establecido una pequeña galería que se las arregló, con apoyo del Instituto de Cultura del estado y de la Fundación Bancaja, para albergar un centenar de obras realizadas entre 1934 y 1939 y adquiridas por el editor y galerista Ambroise Vollard a cambio de obras de Jean Renoir y Paul Cézanne. El costo de la entrada, caro para quienes estamos acostumbrados a los museos del Estado, se tornaba soportable si pensamos que había que pagar un peso con veinticinco centavos para observar cada pieza.
En esta exposición se muestran dos hilos temáticos que van a confluir en un tercero. En primer lugar podemos apreciar un anhelo contemplativo y creativo, encarnado por el personaje del escultor que, en su estudio, analiza de manera apolínea la belleza de el/la/los modelo(s) para poder trasladarla al mármol y crear el arte. La segunda, tiene como protagonista al mítico minotauro, en quien se conjugan el carácter humano y el animal: razón/instinto y sensibilidad/violencia van a ser los rasgos de la relación que emprende el individuo con su entorno. Sobra decir que ambos personajes, escultor y minotauro, son dos caras de una misma moneda, cuyo volado caerá en la sensualidad de la pequeña serie “La batalla del amor”.
Mientras tanto, la exposición que se montó en el Centro Cultural Olimpo de Mérida, justo en el corazón de la ciudad, estuvo apoyada por la Fundación Málaga, la Fundación Picasso, el Ayuntamiento de Málaga y el de la propia capital yucateca. Allí, si bien la muestra fue menor en cantidad, se gozó de una excelente curaduría, lo cual permitió apreciar la gran amplitud de rangos estéticos alcanzados por Picasso: desde sus ambiciones formales más rigurosas, con manejo de la proporción, hasta la transformación más plena de la realidad. Claro, en este trayecto los dos polos iban entramándose una insospechada convivencia; claro ejemplo de ello es la serie titulada “El adiós del caballero”, cuya concepción involucra la postura clásica de las esculturas ecuestres romanas y también el desdoblamiento cubista de la bidimensionalidad.
Si bien la península yucateca no hospedó lo más señero de la obra de Picasso (la pintura y la escultura), fue una experiencia insustituible para quienes solo accedemos a ella mediante libros e Internet. Pero, la esperanza de poder observar en persona la magnificencia del Guernica sigue intacta.
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