por William Faulkner (1897-1962)
Donald Mahon yacía plenamente en su cama movible, consciente de la primavera invisible y olvidada, del verde que invadía el mundo no recordado ni olvidado. Al poco tiempo, la nada en que vivía lo envolvió de nuevo, pero no completamente. Era como un mar al que no podía entrar del todo, pero del que tampoco podía desprenderse por entero. El día se había hecho tarde y la tarde, crepúsculo y noche inminente; la noche, como un barco de velas color cera, soñaba obscuramente con el mundo navegando hacia la obscuridad. De repente descubrió que estaba pasando de un mundo obscuro, en el que había vivido tanto tiempo que no podía recordar, hasta un día luminoso que había pasado ya, que ya había sido gastado por los que vivieron, lloraron y murieron; pero así, recordándolo, aquel día fue suyo solamente; el único trofeo que había podido arrancar al tiempo y al espacio. Per ardua ad astra.
"No creía que pudiera cargar tanto combustible", pensó con una ubicuidad sin sorpresa, mientras dejaba atrás una obscuridad que no recordaba por un día que había olvidado hacía mucho tiempo, descubriendo que el día, su día, su día familiar, se estaba aproximando al mediodía. "Deben de ser las diez de la mañana porque el sol está casi encima de mi cabeza a varios grados detrás de mí, porque puedo ver la sombra de mi cabeza cortando en dos, familiarmente, la mano que maneja la palanca de control. También veo la sombra del marco de la cabina que sostiene la mica del parabrisas posterior, sobre mis piernas, mientras el sol cae directamente sobre mi otra mano, que yace inútil sobre el borde del fuselaje." Incluso la deteriorada ala inferior, estaba parcialmente cubierta por la sombra del ala superior.
"Sí, deben de ser las diez", se dijo con un agradable sentido de la familiaridad. Muy pronto tendría que ver el reloj y saber exactamente qué hora era, pero ahora… Con la pericia que da la práctica y la costumbre, oteó el horizonte con una sola mirada breve, abarcando de paso la bóveda del cielo, inclinándose ligeramente para ver hacia atrás. Todo limpio. No había señales del enemigo. Las únicas naves visibles estaban muy lejos, hacia la izquierda –algún grupo de aviones de observación o aparatos de combate, haciendo ejercicios de artillería; una mirada experta reveló un par de aviones de patrulla que volaban por encima de ellos y sabía que, sobre éstos, volaban otros dos aviones patrulla.
"No estaría de más echar una mirada", pensó, sabiendo instintivamente que eran alemanes, calculando in mente, si podría o no llegar a terreno seguro antes de que le vieran y a tiempo para que las patrullas protectoras lo ampararan. "No, creo que no", se dijo por fin. "Mejor será que regrese. El combustible escasea", determinó fijando la mirada en la aguja de su compás.
Frente a él y a la derecha, lejos, lejos, lo que había sido Ypres parecía una grieta sangrienta en una vieja llaga; alrededor había otras llagas brillantes, violáceas, como las que aparecen en un cadáver al que no permiten que acabe de morir… Pasó por encima de las llagas, solitario y remoto como una gaviota.
Entonces, repentinamente, un viento helado pasó sobre él. "¿Qué será?", se preguntó. Era que el sol había sido repentinamente velado. Sin embargo el mundo a sus pies estaba vacío, y el cielo, lleno de la perezosa luz de la primavera. Pero no obstante, el sol que había caído directamente sobre él, había sido eliminado como por una mano que limpiara el firmamento. En el momento en que se dio cuenta de esto, maldiciendo su estupidez, se dejó caer en picado, inclinándose un poco hacia la izquierda. Cinco cuerdas de vapor, pasaron entre los aviones más altos y los más bajos, apuntando todas a su cuerpo; después dos golpes precisos en la base del cráneo y la visión le fue arrebatada como si alguien hubiera oprimido un botón con ese fin. Su mano, guiada por la práctica, alzó la máquina y su misma mano, temblando entre las palancas, halló el botón de la ametralladora. Desde las sombras disparó hacia la suave mañana vibrante y veteada ante la inminencia del mes de marzo.
Su vista relampagueó de nuevo, como si fuera una lámpara eléctrica con los contactos flojos; vio una serie de agujeros perforando el fuselaje de su aparato, como una viruela maravillosa, y mientras se elevaba más y más, disparando la ametralladora hacia el cielo, una de las carátulas del tablero de instrumentos estalló con un chasquido breve. Sintió el fuego en su mano, vio abrírsele el guante, vio sus huesos desnudos. Después la vista falló otra vez y se sintió sacudido y lanzado, cayendo, cayendo hasta que repentinamente un cinturón le apretó el abdomen. Entonces notó que algo le roía su hueso frontal, como ratones que mordieran y desmoronaran.
–Te romperás los malditos dientes si caes ahí –se dijo abriendo los ojos.
El rostro de su padre colgaba sobre él en la penumbra, como el de un César asesinado.
Conoció de nuevo la visión y supo de una nada inminente más profunda que cualquier otra de las que había conocido, mientras admiraba la noche, como un barco con velas color cera entre la tormenta, navegando por encima del mundo, poniendo lentamente la proa hacia un mar inconmensurable.
–Así fue como sucedió –dijo mirándolo.
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