miércoles, 4 de julio de 2018

El [presidente] de Estados Unidos

De Ignácio de Loyola Brandão (Araraquara, São Paulo, 1936)
Trad. y Pres. de Agustín Abreu Cornelio

Se vivían los últimos años de la dictadura brasileña (1964-1985) cuando Loyola Brandão publicó el siguiente relato como parte de un díptico titulado “Los dos presidentes”, en el que oponía la política estadounidense con la china. Desde los márgenes de la Guerra Fría, desde un Brasil donde la Operación Cóndor mantenía alerta a los gorilatos latinoamericanos contra las operaciones subversivas y contra la influencia del comunismo, el narrador brasileño se acercó a los presidentes de la única manera que pareciera estarle permitido: el trágico humor del loco, involuntario al mismo tiempo que perspicaz. Ambos relatos exhiben el dispendio de razón en el que se basa el ejercicio del poder, sus rituales y sus símbolos, desarticulando la lógica que lo sostiene. 
Ahora que Donald Trump revive el ambiente de confrontación de los 70, contra China, contra los estados de mayoría musulmana, contra México, propongo este texto premonitorio, incluido en el volumen de cuentos Las cabezas del lunes (1983).

Ignácio de Loyola Brandão (Izq.) y Dorian Jorge Freire

2. El de Estados Unidos
El noticiero de televisión acababa de mostrar la llegada de los rehenes norteamericanos a Estados Unidos. La mujer trajo el café. Él siempre tomaba uno, diluido, después de las últimas noticias. Esa noche se demoró, no iba a la cama y la mujer fue a encontrarlo consultando la guía telefónica, nerviosamente. En el cenicero, tres puntas de cigarro, lo cual la irritó, el médico había autorizado sólo uno, antes de acostarse.
—¿Qué buscas? ¿El médico, la farmacia?
—Quiero el número del Pentágono. No lo tengo en mi agenda.
—¿Pentágono? ¿Qué es eso?
—Es nuestro departamento de defensa, querida.
—¿Qué es un departamento de defensa?
—¿Con quién me casé, mi madre? ¿Cómo conseguí hacer carrera, arrastrando un estorbo como éste detrás de mí?
—Ven a dormir, Carlitos. Necesitas descansar, hoy te excediste.
—Me tengo que exceder. Pienso en todo el mundo en este país.
—Entonces, deja hoy el pensamiento para los otros. Ven, mañana terminas tu licencia, el banco te espera, tus colegas van a hacer fiesta.
—¡Esta no es hora de fiestas!
—No seas neurasténico.

Un hombre en mi situación es un hombre solo. El poder aísla, marginaliza. Siento la falta de apoyo, ni mi mujer me estimula. No es el hecho de que haya sido comerciante. Es que no creció conmigo, no me acompañó. Se quedó encerrada en su mundo, zurciendo medias, comprando tonterías en el estanco de la esquina. Muero de vergüenza cuando sé que ella luchó con el carnicero, a causa del peso de la carne. Además de eso, el carnicero debería estar satisfecho de servirme, puede hacer propaganda de eso, hacerse famoso, lucrar.
Volvió a consultar la guía, había varios Pentágonos, telefoneó, pero los cinco primeros no respondían. Decidió realizar una investigación la mañana siguiente por la ausencia de plantones. Era la certeza de que había una conspiración contra él, o mejor, contra el pueblo. Dormir. ¿De qué manera? Con tantos problemas en la cabeza y nadie para aconsejar, auxiliar, dividir, conversar. Fumó otro cigarro, para desesperación de la mujer que lo tomaba por el brazo, intentando llevarlo al cuarto.
—Déjame, Teresita, voy a mi gabinete.
—Está bien, pero me quedo en la puerta esperando. Andas extraño hoy, no quiero que fumes escondido ahí dentro.
Él atravesó el corredor, pero ella no lo vio entrar al baño. Al contrario, giró a la derecha y entró en el cuarto de los hijos. Fue hacia atrás y vio al marido inclinado sobre la cuna del hijo benjamín de la familia deshecho en lágrimas.
—Doy gracias por eso, hijo mío. Nadie quiere una guerra, sin embargo, por la gloria de nuestro país tengo que declararla. Irán nos humilló. Invadir nuestra embajada significa un acto de guerra y merece una represalia. Esta es la decisión que debo tomar solito, enfrentando las consecuencias. Declaro la guerra todavía esta noche y mañana estaré al frente de las tropas. Puede ser que nunca más te vea, hijo querido. Si muriera, recuerda que tu padre buscó el bien del país.
Besó a los otros dos hijos y al salir se topó con la mujer, parada en la puerta.
—¿Entiendes la gravedad de este momento?
—¿Va a haber guerra?
—Fatalmente, no veo otra manera.
—¿Dónde?
—En Irán.
—Tan lejos. ¿Por qué estás tan preocupado?
De verdad existe un abismo entre nosotros. ¿Hace cuánto tiempo comenzó esto que no me di cuenta? De repente, un matrimonio puede ir corriente abajo, sin que la gente lo perciba. No quiero que esto ocurra, me gusta mucho mi mujer, aunque conozca las diferencias profundas que se acentúan día con día. ¿Será que ella no las nota? Necesito compartir mi dolor, la agonía que ya inició.
—Esta es una noche histórica, mi amor. Tú eres testigo que los grandes hombres viven sus momentos más difíciles en completa soledad y angustia, a veces acompañados por su mujer, apenas.
—Ven a dormir, mañana estarás mejor.
—Nunca estuve tan bien. Preparado para la decisión. Estamos viviendo las horas que me colocarán en la historia de la humanidad. No puedo dormir ahora. Ni tengo sueño. Lúcido y despierto. Puede ser que mañana esté durmiendo para siempre. Tengo que considerar esto. Al final, nunca dirigí una batalla y mañana estaré al frente del glorioso ejército americano.
—Voy a hacer café. Aunque eso te perjudique el sueño.
—No quiero dormir. Voy a efectuar una serie de despachos y redactar mi discurso al pueblo, al fin de justificar mi decisión. Cuando esta nación se despierte, estará en guerra.
—Déjame ponerte el termómetro. No te ves bien, has de tener fiebre.
—La tengo. Me siento febril, excitado, en duda. Si pudiera localizar al estado mayor.
—¿El mapa del estado? Está enrollado y guardado en el armario de nuestro cuarto.
—Ahora comienzas a actuar como la mujer de un estadista. Justo necesito el mapa para elaborar la estrategia. Ve a buscarlo.
—¿No sería mejor llamar al doctor Paulo Eiró? Tú no estás bien.
—Lo estoy, querida. Tranquilízate. Siéntate y escribe un diario de todo lo que estás observando. Son instantes históricos y eres la única testigo. Si muriera en batalla, el diario valdrá millones, estarás amparada. Tu diario es mi seguro de vida.
—Tenemos tu jubilación, Carlitos. Cuando mueras, nuestros hijos ya estarán formados, casados. Me quedaré sola y el seguro del banco, pero la pensión me dará sustento, nuestro nivel de vida siempre fue modesto, mi bien. ¿Para qué más?
—No es sólo por el dinero, Teresita. Este es un documento que tienes obligación de legar al pueblo.
—¿Documento? ¿Quién necesita un documento a esta hora de la noche, Carlitos? Ven a dormir, estoy preocupada.
—Descansa, querida. Probablemente necesite de ti mañana, liderando a las mujeres, como voluntarias en los hospitales. Esta es una guerra que no sabemos cuánto va a durar, ni si va a ser violenta. No pretendo utilizar armas nucleares, para no poner al mundo en peligro. Combatiremos con fusil y bayoneta. Como las buenas, viejas y valientes guerras de los buenos tiempos, cuando un soldado mostraba su bravura.
—Creo que es mejor un té de camomila. Cálmate. Estás muy excitado, te va a acabar haciendo mal.
—Llama a la cocina, pide el té. Despierta a los criados, vamos a entrar en vigilia. Cuántas providencias por tomar. Redactar la declaración de estado de beligerancia. Comunicar al embajador de Irán y esperar la respuesta. ¿Será que Irán tiene a su embajador aquí? Saber si ellos aceptan la guerra; no podemos declarar la guerra a quien no está de acuerdo con ella. Retirar a los iranís del país, a fin de proteger sus vidas de los ataques de la población resentida. Congelar los depósitos de ellos en nuestros bancos, para favorecer la economía nacional. Convocar al ejército. Pedir al congreso presupuesto para emergencias de guerra. Convocar a los sastres para los uniformes de oficiales y las confecciones para los uniformes de los soldados. Racionar la gasolina. Debo, antes, filtrar la información a algunos amigos, para que se preparen comprando reservas de gasolina, neumáticos, alimentos. Revendiéndolo después, a precios sobrevalorados, podrán arreglarse la vida. Debo mucho a esos amigos, a fin de cuentas, cuando me dio neumonía, me internaron y pagaron todo de su propia bolsa, si fuera por Instituto de Asistencia Médica, me habría muerto. Merecen ser avisados, para que especulen y se enriquezcan debidamente.
—¿Qué estás diciendo, Carlitos? Voy a llamarle ya a Paulo Eiró.
—No toques ese teléfono. Quiero todas las líneas de la Casa Blanca libres. Dentro de poco convocaré a mis asesores, ministros, cuerpo diplomático, a fin de comunicarles mi decisión. A ver si, esta vez, el Pentágono responde.
Ella marcó el número que él le señalaba. Tardaron para atender.



—Está en la línea.
—Llame al general Eisenhower.
—No hay ningún general Eisenhower allá.
—Al general MacArthur.
—Tampoco hay.
—¿Y Patton?
—Me mandó a la puta que me parió que esto no es hora de echar bromas.
—Que llame al director.
—El hombre está loco de atar, quiere saber qué burla es ésta, dice que él mismo es el director de la escuela de manejo, y que va a llamar a la policía. Y me colgó.
—Marca de nuevo, mujer.
Ella marcó, luego aporreó el aparato con el auricular.
—Me mandó otra vez al mismo lugar.
—¡Una conspiración! La autoridad está minada en este país. Anota este número, mañana pongo una fiscalía, vamos a hacer una purga general. Día de limpieza en este país. Un nuevo día para la historia americana. La prensa va a tener muchos temas. Comunícame con la oficina de Prensa.
—¿Con qué?
—Con la oficina de Prensa.
—¿Qué es eso?
—¡No, no! Voy a sugerir que, de ahora en adelante, las primeras damas hagan cursos especiales, para que estén preparadas al lado de los maridos. El secretario de Prensa es el hombre que lleva mi comunicación con los diarios. Es mi hombre de los periódicos.
—¿Por qué no habías dicho eso? ¿El periodiquero? Sólo mañana temprano, cuando abra el estanco.
—Vete a dormir, Teresita. El día te dejó agotada. Son esos tecitos filantrópicos que ustedes, primeras damas, viven organizando en los jardines de Palacio.
—Palacio. La última vez que fui al Palacio, fue en el aniversario de Joaquín Pedro. Fuimos juntos al Palacio de la Fiestas, compramos dulces, pastel y globos.
—Ni una fiesta más, querida. Ni un pastel ni un té más. Entramos en régimen de racionamiento. Economía de guerra, nada de desperdiciar cosas.
—¿Quién es el que habla de economía? ¿Quién es el despilfarrador en esta casa? Cuando vas al supermercado es una tragedia, vuelves lleno de tonterías. Un cuaderno, pegamento, chocolate, vino, queso extranjero, embutidos, frutas, y nada de lo que necesitamos. Mandarte a hacer las compras es un desperdicio, tengo que regresar después. Son dos despensas.
—¿Tú no entiendes que un presidente debe mantener la representación social? Son almuerzos, cenas, recepciones.
—Hablando de eso, le debemos un asado a Gadella. Fuimos padrinos de boda y el único regalo que él pidió fue uno de aquellos churrascos que tú sabes hacer. Carnero salteado. Hm, qué hambre. ¿No quieres comer alguna cosa? Voy a la cocina y lo preparo. Algo ligero, claro, dentro de poco te vas a dormir.
—Llama a la cocina y que te lo traigan.
—¿Quién va a traerlo? ¿Y llamar para qué? Doy dos pasos y estoy en la cocina.
Sí, es verdad, el poder aísla, abruma. Sólo quien lo tiene sabe lo que es soportar los destinos de la nación, ser responsable de doscientos millones de personas. Ellas duermen y yo velo por ese sueño. Lo defiendo. Arriesgo mi salud, pero es mi misión, me eligieron para eso. Duerme bien, buen pueblo mío. Voy a comer y redactar el plan de ataque. Tal vez tire a mi asistente en el sofá y me acueste sobre ella. Voy a hacerlo, de sorpresa, al fin que tiene buenos pechos y piernas gruesas, así como me gustan. Soy como un Kennedy, siempre dispuesto a tirarme mujeres en los rincones del palacio. Una vez aliviado, podré hacer una declaración de guerra más razonable, justificada. Aunque, en este caso, no haga falta justificación.

—¿Qué es eso, Carlitos? ¿Te has vuelto loco?
—¿Te gusta?
—Ciérrate ese pantalón, ¡qué sinvergüenza!
—¿Quieres acostarte conmigo en este sofá? ¿Quieres hacerlo con el presidente?
—No hagas locuras, Carlitos. No puedes excederte todavía. Para con eso.
Una empleada decente. Ni siquiera con el presidente. Ha de tener su marido, su novio. Pero está bien rica. ¿Y si lo hiciera como Kennedy? ¿No poner atención a sus protestas, simplemente empujarla y cogerla? ¿Me va a reclamar, hacer una denuncia? No pasa nada. Nadie va a creerle.
—Te hice un café, aguadito. Café con leche, como te gusta.
—¿Y si llamara a los rehenes esta noche? Ellos conocen Irán, podrían darme indicaciones estimables. No. Deje que duerman; están cansados de las manifestaciones, aun quitándose todo el confeti que cayó sobre ellos.
—Traje una taza grande. Puedes tomarlo con calma, es casi un tecito.
—Otra cosa, anota ahí. El país necesita disminuir el uso de café. Reducir las importaciones, ahorrar divisas. Este será el último café del presidente en días de paz. Mira, Teresita. Observa, para contarlo después. Los detalles son la delicia de los lectores. Cómo fue el último café del presidente, poco antes de declarar la guerra. Si te levantaras la falda y bajaras tus calzones sería un relato aún más excitante, vendería mucho más. Al público le encanta saber cómo joden los presidentes. Es como todo el mundo, pero es diferente.
—¿De qué hablas, Carlitos?
—Pon atención, Teresita. Estoy haciendo los mismos gestos todos los días. Agarro el asa y subo el café, soplo un poco, sorbo el café lentamente, para no quemarme la boca. Anota que le puse poca azúcar como contribución a la economía de guerra. Ahí quedó, documentado, mi último café. Va a figurar, en el futuro, en los libros de historia. Si tuvieras una kodak, hasta habrías poder sacado una instantánea, las agencias de noticias te pagarían una fortuna. No está mal, mañana o luego, fingimos que tomo otro café, tú sacas la foto, y ella se queda como la última, la de esta noche. ¿Percibes cómo, de repente, los gestos cotidianos de los grandes hombres se cristalizan, eternizados en gestos decisivos? Es así, basta con tener conciencia del momento histórico.
—Nunca vi un café más complicado que este, ¡mi madre! ¿Qué tienes? Estoy aquí hecha una cucaracha atontada, atrás de ti, que hablas sin parar. Paulo Eiró necesita pasar a comprar unas pastillas que te tomas por la noche. Te dejan fumigado. Saca la mano de mi falda, después vas a querer y sabes que no puedes. ¡Me voy a dormir! Y quiero ver si mañana te levantas para trabajar.
—Haré vigilia cívica, querida. Pero tú ve, ¡vete a dormir! Las mujeres son muy débiles. Despierta con el ánimo dispuesto; mañana estaremos en guerra. Coño, se me estaba olvidando, necesito comunicarme con los países aliados. ¿Habrá tiempo? ¿Y el armamento? ¿Cómo están las reservas? ¿Tendremos suficiente? Qué bueno que me acordé. Voy a avisar a mis amigos industriales, para que entren de inmediato a la industria bélica, fabricando aviones, jeeps, paracaídas, bombas, municiones, tractores, lanzallamas, bayonetas, escudos, espadas, yelmos. Gases. ¿Qué más se necesita para una guerra? ¡Tan solito, tan solo! ¡No puedo! Mañana voy a estar exhausto, sin fuerzas para salir al frente de las tropas. Oh, ¿y los pasajes para los soldados? Mejor contactar a una agencia de viajes para que los suministre. Pongo a mis amigos en acción, para que reciban comisiones de las agencias. ¿Y la documentación? ¿Los pasaportes estarán en orden? ¿Irán exige visa de entrada? Tenemos que caer de sorpresa. Será nuestra arma más grande. Desembarcamos primero a los fusileros, ellos pasan por la inspección, aduana, liberan el equipaje y, una vez fuera del aeropuerto, se juntan y atacan. Necesito al ministro de salud. No tengo la vacuna y tal vez con la influencia del ministro consiga una cita hoy en la noche, para vacunarme. Y para que la vacuna no me pegue, cuando me la apliquen, distraigo la atención de ellos y me recojo la manga, sobándome el brazo. ¿Creen que puedo combatir con una vacuna dándome comezón? Las horas pasan, el tiempo vuela, mientras la eternidad está dentro de mí, cada minuto parece un día, una semana, mi cabeza marcha rápidamente. ¿Los soldados tendrán tiempo de hacer un curso de lengua iraní? Para que no despierten sospechas al desembarcar.
—Carlitos, ven a dormir, son las dos de la mañana. Por favor.
Ahora quiere que duerma con ella. No puedo. La noche es larga. Necesito encontrar aquel libro sobre Napoleón, aprender sus tácticas de batalla. ¿Con cuántos hombres puedo contar? Un presidente nunca está informado de lo que ocurre, en un momento cómo este queda completamente desolado. ¿Dónde está el grupo de Palacio?
Fue hasta la ventana. Contempló la ciudad, una que otra luz en algún edificio. ¿Serán los espías con sus binoculares posados sobre mí? Están viendo luces encendidas; deben estar pensando que planeo algo. Finjo que me voy a dormir y apago todo. Espero, en mi sala oscura. La angustia es mayor en la oscuridad. Las luces en los otros edificios no se apagan, están transmitiendo informaciones al extranjero. Tengo que anotar la ubicación de los edificios, mañana mando arrasarlos, la Casa Blanca no puede quedar expuesta. Mañana, un sujeto se pone en aquella ventana, con un rifle telescópico en la mano y me dispara en la cabeza. ¿Teresita tendrá la entereza y dignidad de Jacqueline para resguardar mi cabeza en su vestido rosa manchado de sangre? ¿Ella soportará la ceremonia de posesión del vicepresidente, a bordo de un avión presidencial?
—Carlitos, ven a la cama. ¿Qué estás pensando? ¿Te quieres morir? Mañana tienes que volver al médico, le voy a contar todo, el exceso de hoy, los cigarros. Él no te va a dejar salir del hospital hasta que estés curado. Tú escoges.
Teresita es uno de ellos. Debe estarse comunicando con los hombres detrás de las ventanas. Informando lo que pasa conmigo. Queriendo desanimarme. Rechazó ayudarme. Me engañó cuando llamó al Pentágono. Recibió órdenes en aquella llamada. Es de verdad una conspiración, los iranís involucraron hasta a mi mujer. Siempre lo dije, ella nunca consiguió acompañarme en mi evolución, era demasiado simple. Debí haberme divorciado y casado con otra. Ahora ya es tarde, me atraparon. Las luces se apagan, los hombres descienden, vendrán silenciosamente a atacarme. Los banqueros iranís, los vendedores de petróleo, los ayatolas, el sha y farah diba, los republicanos, conservadores, gente que no estuvo de acuerdo con el gobierno liberal que establecí. Eliminé el dinero y restablecí el comercio de trueque, cancelé los impuestos, el gobierno es el que paga impuesto sobre la renta a los contribuyentes, mandé retirar a todos los perros de las calles, prohibí los premios en los palitos de paleta. Por más que observo las calles no logro ver los sacos colocados en lugares estratégicos para el ataque final. Y ni siquiera estoy de uniforme. Teresita, la conspiradora, a propósito, no mandó a plancharlo. Voy a defenderme como un civil. No tengo medios para alertar a la nación. Quieren que renuncie, pero eso será lo último que haga. Ya vienen por el jardín, camuflados de verde. Se arrastran sobre el césped, con los fusiles en las manos. Moriré como hombre.
—Teresita.
—¿Qué pasa, mi amor?
—Ven, trae tu diario. Vas a observar el momento más dramático de la historia americana.
—¿Qué diario es ese del que hablas tanto?
—Contempla los últimos momentos de un estadista liberal que procuró hacer lo mejor por su patria.
—Ven a dormir, Carlitos. Ya, ya. Ven ahora.
Ella me agarra por la camisa, me doy cuenta de que estoy en pijama. Y, peor, un pijama de rayas. Dios mío, ¿morir en pijama como un viejo jubilado en una silla de fierro? Agarrarme debe ser la señal, como el beso de Judas. Van a descargar el ataque final. Piensan que estoy dormido. Todos me traicionaron dentro del palacio.
—¿Tú también, Teresita, hija mía?
—También, quiero que te vengas a dormir.
Mañana por la mañana seremos dos muertos dentro de la Casa Blanca vacía. Sé que moriré, por lo tanto, antes, mato a Teresita. Para que la vergüenza no caiga sobre nosotros. Quiero mucho a esta mujer y no voy a permitir que el mundo y la historia sepan la gran traidora que fue. No grites, Teresita, hago esto por ti, por nuestro amor, aunque nunca hayas sabido acompañarme.



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