De Ignácio de Loyola Brandão (Araraquara, São Paulo, 1936)
Trad. y Pres. de Agustín Abreu Cornelio
Se
vivían los últimos años de la dictadura brasileña (1964-1985) cuando Loyola
Brandão publicó el siguiente relato como parte de un díptico titulado “Los dos
presidentes”, en el que oponía la política estadounidense con la china. Desde
los márgenes de la Guerra Fría, desde un Brasil donde la Operación Cóndor mantenía
alerta a los gorilatos latinoamericanos contra las operaciones subversivas y
contra la influencia del comunismo, el narrador brasileño se acercó a los
presidentes de la única manera que pareciera estarle permitido: el trágico humor del loco, involuntario al mismo tiempo que perspicaz. Ambos relatos exhiben el dispendio de razón
en el que se basa el ejercicio del poder, sus rituales y sus símbolos,
desarticulando la lógica que lo sostiene.
Ahora que Donald Trump revive el
ambiente de confrontación de los 70, contra China, contra los estados de mayoría
musulmana, contra México, propongo este texto premonitorio, incluido en el
volumen de cuentos Las cabezas del lunes
(1983).
Ignácio de Loyola Brandão (Izq.) y Dorian Jorge Freire |
2. El de Estados Unidos
El noticiero de televisión acababa de mostrar
la llegada de los rehenes norteamericanos a Estados Unidos. La mujer trajo el
café. Él siempre tomaba uno, diluido, después de las últimas noticias. Esa
noche se demoró, no iba a la cama y la mujer fue a encontrarlo consultando la
guía telefónica, nerviosamente. En el cenicero, tres puntas de cigarro, lo cual
la irritó, el médico había autorizado sólo uno, antes de acostarse.
—¿Qué
buscas? ¿El médico, la farmacia?
—Quiero el
número del Pentágono. No lo tengo en mi agenda.
—¿Pentágono?
¿Qué es eso?
—Es
nuestro departamento de defensa, querida.
—¿Qué es
un departamento de defensa?
—¿Con
quién me casé, mi madre? ¿Cómo conseguí hacer carrera, arrastrando un estorbo
como éste detrás de mí?
—Ven a
dormir, Carlitos. Necesitas descansar, hoy te excediste.
—Me tengo
que exceder. Pienso en todo el mundo en este país.
—Entonces,
deja hoy el pensamiento para los otros. Ven, mañana terminas tu licencia, el
banco te espera, tus colegas van a hacer fiesta.
—¡Esta no
es hora de fiestas!
—No seas
neurasténico.
Un hombre
en mi situación es un hombre solo. El poder aísla, marginaliza. Siento la falta
de apoyo, ni mi mujer me estimula. No es el hecho de que haya sido comerciante.
Es que no creció conmigo, no me acompañó. Se quedó encerrada en su mundo, zurciendo
medias, comprando tonterías en el estanco de la esquina. Muero de vergüenza
cuando sé que ella luchó con el carnicero, a causa del peso de la carne. Además
de eso, el carnicero debería estar satisfecho de servirme, puede hacer
propaganda de eso, hacerse famoso, lucrar.
Volvió a
consultar la guía, había varios Pentágonos, telefoneó, pero los cinco primeros
no respondían. Decidió realizar una investigación la mañana siguiente por la
ausencia de plantones. Era la certeza de que había una conspiración contra él,
o mejor, contra el pueblo. Dormir. ¿De qué manera? Con tantos problemas en la
cabeza y nadie para aconsejar, auxiliar, dividir, conversar. Fumó otro cigarro,
para desesperación de la mujer que lo tomaba por el brazo, intentando llevarlo
al cuarto.
—Déjame,
Teresita, voy a mi gabinete.
—Está
bien, pero me quedo en la puerta esperando. Andas extraño hoy, no quiero que
fumes escondido ahí dentro.
Él
atravesó el corredor, pero ella no lo vio entrar al baño. Al contrario, giró a
la derecha y entró en el cuarto de los hijos. Fue hacia atrás y vio al marido
inclinado sobre la cuna del hijo benjamín de la familia deshecho en lágrimas.
—Doy
gracias por eso, hijo mío. Nadie quiere una guerra, sin embargo, por la gloria
de nuestro país tengo que declararla. Irán nos humilló. Invadir nuestra
embajada significa un acto de guerra y merece una represalia. Esta es la
decisión que debo tomar solito, enfrentando las consecuencias. Declaro la
guerra todavía esta noche y mañana estaré al frente de las tropas. Puede ser
que nunca más te vea, hijo querido. Si muriera, recuerda que tu padre buscó el
bien del país.
Besó a los
otros dos hijos y al salir se topó con la mujer, parada en la puerta.
—¿Entiendes
la gravedad de este momento?
—¿Va a
haber guerra?
—Fatalmente,
no veo otra manera.
—¿Dónde?
—En Irán.
—Tan
lejos. ¿Por qué estás tan preocupado?
De verdad
existe un abismo entre nosotros. ¿Hace cuánto tiempo comenzó esto que no me di
cuenta? De repente, un matrimonio puede ir corriente abajo, sin que la gente lo
perciba. No quiero que esto ocurra, me gusta mucho mi mujer, aunque conozca las
diferencias profundas que se acentúan día con día. ¿Será que ella no las nota?
Necesito compartir mi dolor, la agonía que ya inició.
—Esta es
una noche histórica, mi amor. Tú eres testigo que los grandes hombres viven sus
momentos más difíciles en completa soledad y angustia, a veces acompañados por
su mujer, apenas.
—Ven a
dormir, mañana estarás mejor.
—Nunca
estuve tan bien. Preparado para la decisión. Estamos viviendo las horas que me
colocarán en la historia de la humanidad. No puedo dormir ahora. Ni tengo
sueño. Lúcido y despierto. Puede ser que mañana esté durmiendo para siempre.
Tengo que considerar esto. Al final, nunca dirigí una batalla y mañana estaré
al frente del glorioso ejército americano.
—Voy a
hacer café. Aunque eso te perjudique el sueño.
—No quiero
dormir. Voy a efectuar una serie de despachos y redactar mi discurso al pueblo,
al fin de justificar mi decisión. Cuando esta nación se despierte, estará en
guerra.
—Déjame
ponerte el termómetro. No te ves bien, has de tener fiebre.
—La tengo.
Me siento febril, excitado, en duda. Si pudiera localizar al estado mayor.
—¿El mapa
del estado? Está enrollado y guardado en el armario de nuestro cuarto.
—Ahora
comienzas a actuar como la mujer de un estadista. Justo necesito el mapa para
elaborar la estrategia. Ve a buscarlo.
—¿No sería
mejor llamar al doctor Paulo Eiró? Tú no estás bien.
—Lo estoy,
querida. Tranquilízate. Siéntate y escribe un diario de todo lo que estás
observando. Son instantes históricos y eres la única testigo. Si muriera en
batalla, el diario valdrá millones, estarás amparada. Tu diario es mi seguro de
vida.
—Tenemos
tu jubilación, Carlitos. Cuando mueras, nuestros hijos ya estarán formados,
casados. Me quedaré sola y el seguro del banco, pero la pensión me dará
sustento, nuestro nivel de vida siempre fue modesto, mi bien. ¿Para qué más?
—No es
sólo por el dinero, Teresita. Este es un documento que tienes obligación de
legar al pueblo.
—¿Documento?
¿Quién necesita un documento a esta hora de la noche, Carlitos? Ven a dormir,
estoy preocupada.
—Descansa,
querida. Probablemente necesite de ti mañana, liderando a las mujeres, como
voluntarias en los hospitales. Esta es una guerra que no sabemos cuánto va a
durar, ni si va a ser violenta. No pretendo utilizar armas nucleares, para no
poner al mundo en peligro. Combatiremos con fusil y bayoneta. Como las buenas,
viejas y valientes guerras de los buenos tiempos, cuando un soldado mostraba su
bravura.
—Creo que
es mejor un té de camomila. Cálmate. Estás muy excitado, te va a acabar
haciendo mal.
—Llama a la cocina, pide el té. Despierta a los criados, vamos a entrar en vigilia. Cuántas providencias por tomar. Redactar la declaración de estado de beligerancia. Comunicar al embajador de Irán y esperar la respuesta. ¿Será que Irán tiene a su embajador aquí? Saber si ellos aceptan la guerra; no podemos declarar la guerra a quien no está de acuerdo con ella. Retirar a los iranís del país, a fin de proteger sus vidas de los ataques de la población resentida. Congelar los depósitos de ellos en nuestros bancos, para favorecer la economía nacional. Convocar al ejército. Pedir al congreso presupuesto para emergencias de guerra. Convocar a los sastres para los uniformes de oficiales y las confecciones para los uniformes de los soldados. Racionar la gasolina. Debo, antes, filtrar la información a algunos amigos, para que se preparen comprando reservas de gasolina, neumáticos, alimentos. Revendiéndolo después, a precios sobrevalorados, podrán arreglarse la vida. Debo mucho a esos amigos, a fin de cuentas, cuando me dio neumonía, me internaron y pagaron todo de su propia bolsa, si fuera por Instituto de Asistencia Médica, me habría muerto. Merecen ser avisados, para que especulen y se enriquezcan debidamente.
—¿Qué estás diciendo, Carlitos? Voy a llamarle ya a Paulo Eiró.
—No toques ese teléfono. Quiero todas las líneas de la Casa Blanca libres. Dentro de poco convocaré a mis asesores, ministros, cuerpo diplomático, a fin de comunicarles mi decisión. A ver si, esta vez, el Pentágono responde.
Ella marcó el número que él le señalaba. Tardaron para atender.
—Está en
la línea.
—Llame al
general Eisenhower.
—No hay
ningún general Eisenhower allá.
—Al
general MacArthur.
—Tampoco
hay.
—¿Y
Patton?
—Me mandó
a la puta que me parió que esto no es hora de echar bromas.
—Que llame
al director.
—El hombre
está loco de atar, quiere saber qué burla es ésta, dice que él mismo es el director
de la escuela de manejo, y que va a llamar a la policía. Y me colgó.
—Marca de
nuevo, mujer.
Ella
marcó, luego aporreó el aparato con el auricular.
—Me mandó
otra vez al mismo lugar.
—¡Una
conspiración! La autoridad está minada en este país. Anota este número, mañana
pongo una fiscalía, vamos a hacer una purga general. Día de limpieza en este
país. Un nuevo día para la historia americana. La prensa va a tener muchos
temas. Comunícame con la oficina de Prensa.
—¿Con qué?
—Con la
oficina de Prensa.
—¿Qué es
eso?
—¡No, no!
Voy a sugerir que, de ahora en adelante, las primeras damas hagan cursos
especiales, para que estén preparadas al lado de los maridos. El secretario de
Prensa es el hombre que lleva mi comunicación con los diarios. Es mi hombre de
los periódicos.
—¿Por qué
no habías dicho eso? ¿El periodiquero? Sólo mañana temprano, cuando abra el
estanco.
—Vete a
dormir, Teresita. El día te dejó agotada. Son esos tecitos filantrópicos que
ustedes, primeras damas, viven organizando en los jardines de Palacio.
—Palacio.
La última vez que fui al Palacio, fue en el aniversario de Joaquín Pedro.
Fuimos juntos al Palacio de la Fiestas, compramos dulces, pastel y globos.
—Ni una
fiesta más, querida. Ni un pastel ni un té más. Entramos en régimen de
racionamiento. Economía de guerra, nada de desperdiciar cosas.
—¿Quién es
el que habla de economía? ¿Quién es el despilfarrador en esta casa? Cuando vas
al supermercado es una tragedia, vuelves lleno de tonterías. Un cuaderno,
pegamento, chocolate, vino, queso extranjero, embutidos, frutas, y nada de lo
que necesitamos. Mandarte a hacer las compras es un desperdicio, tengo que
regresar después. Son dos despensas.
—¿Tú no
entiendes que un presidente debe mantener la representación social? Son
almuerzos, cenas, recepciones.
—Hablando
de eso, le debemos un asado a Gadella. Fuimos padrinos de boda y el único
regalo que él pidió fue uno de aquellos churrascos que tú sabes hacer. Carnero
salteado. Hm, qué hambre. ¿No quieres comer alguna cosa? Voy a la cocina y lo
preparo. Algo ligero, claro, dentro de poco te vas a dormir.
—Llama a
la cocina y que te lo traigan.
—¿Quién va
a traerlo? ¿Y llamar para qué? Doy dos pasos y estoy en la cocina.
Sí, es
verdad, el poder aísla, abruma. Sólo quien lo tiene sabe lo que es soportar los
destinos de la nación, ser responsable de doscientos millones de personas.
Ellas duermen y yo velo por ese sueño. Lo defiendo. Arriesgo mi salud, pero es
mi misión, me eligieron para eso. Duerme bien, buen pueblo mío. Voy a comer y
redactar el plan de ataque. Tal vez tire a mi asistente en el sofá y me acueste
sobre ella. Voy a hacerlo, de sorpresa, al fin que tiene buenos pechos y
piernas gruesas, así como me gustan. Soy como un Kennedy, siempre dispuesto a
tirarme mujeres en los rincones del palacio. Una vez aliviado, podré hacer una
declaración de guerra más razonable, justificada. Aunque, en este caso, no haga
falta justificación.
—¿Qué es
eso, Carlitos? ¿Te has vuelto loco?
—¿Te
gusta?
—Ciérrate
ese pantalón, ¡qué sinvergüenza!
—¿Quieres
acostarte conmigo en este sofá? ¿Quieres hacerlo con el presidente?
—No hagas locuras,
Carlitos. No puedes excederte todavía. Para con eso.
Una
empleada decente. Ni siquiera con el presidente. Ha de tener su marido, su
novio. Pero está bien rica. ¿Y si lo hiciera como Kennedy? ¿No poner atención a
sus protestas, simplemente empujarla y cogerla? ¿Me va a reclamar, hacer una
denuncia? No pasa nada. Nadie va a creerle.
—Te hice
un café, aguadito. Café con leche, como te gusta.
—¿Y si
llamara a los rehenes esta noche? Ellos conocen Irán, podrían darme
indicaciones estimables. No. Deje que duerman; están cansados de las
manifestaciones, aun quitándose todo el confeti que cayó sobre ellos.
—Traje una
taza grande. Puedes tomarlo con calma, es casi un tecito.
—Otra
cosa, anota ahí. El país necesita disminuir el uso de café. Reducir las
importaciones, ahorrar divisas. Este será el último café del presidente en días
de paz. Mira, Teresita. Observa, para contarlo después. Los detalles son la
delicia de los lectores. Cómo fue el último café del presidente, poco antes de
declarar la guerra. Si te levantaras la falda y bajaras tus calzones sería un
relato aún más excitante, vendería mucho más. Al público le encanta saber cómo
joden los presidentes. Es como todo el mundo, pero es diferente.
—¿De qué
hablas, Carlitos?
—Pon
atención, Teresita. Estoy haciendo los mismos gestos todos los días. Agarro el
asa y subo el café, soplo un poco, sorbo el café lentamente, para no quemarme
la boca. Anota que le puse poca azúcar como contribución a la economía de
guerra. Ahí quedó, documentado, mi último café. Va a figurar, en el futuro, en
los libros de historia. Si tuvieras una kodak, hasta habrías poder sacado una
instantánea, las agencias de noticias te pagarían una fortuna. No está mal,
mañana o luego, fingimos que tomo otro café, tú sacas la foto, y ella se queda
como la última, la de esta noche. ¿Percibes cómo, de repente, los gestos
cotidianos de los grandes hombres se cristalizan, eternizados en gestos
decisivos? Es así, basta con tener conciencia del momento histórico.
—Nunca vi
un café más complicado que este, ¡mi madre! ¿Qué tienes? Estoy aquí hecha una
cucaracha atontada, atrás de ti, que hablas sin parar. Paulo Eiró necesita
pasar a comprar unas pastillas que te tomas por la noche. Te dejan fumigado.
Saca la mano de mi falda, después vas a querer y sabes que no puedes. ¡Me voy a
dormir! Y quiero ver si mañana te levantas para trabajar.
—Haré
vigilia cívica, querida. Pero tú ve, ¡vete a dormir! Las mujeres son muy
débiles. Despierta con el ánimo dispuesto; mañana estaremos en guerra. Coño, se
me estaba olvidando, necesito comunicarme con los países aliados. ¿Habrá
tiempo? ¿Y el armamento? ¿Cómo están las reservas? ¿Tendremos suficiente? Qué
bueno que me acordé. Voy a avisar a mis amigos industriales, para que entren de
inmediato a la industria bélica, fabricando aviones, jeeps, paracaídas, bombas,
municiones, tractores, lanzallamas, bayonetas, escudos, espadas, yelmos. Gases.
¿Qué más se necesita para una guerra? ¡Tan solito, tan solo! ¡No puedo! Mañana
voy a estar exhausto, sin fuerzas para salir al frente de las tropas. Oh, ¿y
los pasajes para los soldados? Mejor contactar a una agencia de viajes para que
los suministre. Pongo a mis amigos en acción, para que reciban comisiones de
las agencias. ¿Y la documentación? ¿Los pasaportes estarán en orden? ¿Irán
exige visa de entrada? Tenemos que caer de sorpresa. Será nuestra arma más
grande. Desembarcamos primero a los fusileros, ellos pasan por la inspección,
aduana, liberan el equipaje y, una vez fuera del aeropuerto, se juntan y
atacan. Necesito al ministro de salud. No tengo la vacuna y tal vez con la
influencia del ministro consiga una cita hoy en la noche, para vacunarme. Y
para que la vacuna no me pegue, cuando me la apliquen, distraigo la atención de
ellos y me recojo la manga, sobándome el brazo. ¿Creen que puedo combatir con
una vacuna dándome comezón? Las horas pasan, el tiempo vuela, mientras la
eternidad está dentro de mí, cada minuto parece un día, una semana, mi cabeza
marcha rápidamente. ¿Los soldados tendrán tiempo de hacer un curso de lengua
iraní? Para que no despierten sospechas al desembarcar.
—Carlitos,
ven a dormir, son las dos de la mañana. Por favor.
Ahora
quiere que duerma con ella. No puedo. La noche es larga. Necesito encontrar
aquel libro sobre Napoleón, aprender sus tácticas de batalla. ¿Con cuántos
hombres puedo contar? Un presidente nunca está informado de lo que ocurre, en
un momento cómo este queda completamente desolado. ¿Dónde está el grupo de
Palacio?
Fue hasta
la ventana. Contempló la ciudad, una que otra luz en algún edificio. ¿Serán los
espías con sus binoculares posados sobre mí? Están viendo luces encendidas;
deben estar pensando que planeo algo. Finjo que me voy a dormir y apago todo.
Espero, en mi sala oscura. La angustia es mayor en la oscuridad. Las luces en
los otros edificios no se apagan, están transmitiendo informaciones al
extranjero. Tengo que anotar la ubicación de los edificios, mañana mando
arrasarlos, la Casa Blanca no puede quedar expuesta. Mañana, un sujeto se pone
en aquella ventana, con un rifle telescópico en la mano y me dispara en la
cabeza. ¿Teresita tendrá la entereza y dignidad de Jacqueline para resguardar
mi cabeza en su vestido rosa manchado de sangre? ¿Ella soportará la ceremonia
de posesión del vicepresidente, a bordo de un avión presidencial?
—Carlitos,
ven a la cama. ¿Qué estás pensando? ¿Te quieres morir? Mañana tienes que volver
al médico, le voy a contar todo, el exceso de hoy, los cigarros. Él no te va a
dejar salir del hospital hasta que estés curado. Tú escoges.
Teresita
es uno de ellos. Debe estarse comunicando con los hombres detrás de las
ventanas. Informando lo que pasa conmigo. Queriendo desanimarme. Rechazó
ayudarme. Me engañó cuando llamó al Pentágono. Recibió órdenes en aquella
llamada. Es de verdad una conspiración, los iranís involucraron hasta a mi
mujer. Siempre lo dije, ella nunca consiguió acompañarme en mi evolución, era
demasiado simple. Debí haberme divorciado y casado con otra. Ahora ya es tarde,
me atraparon. Las luces se apagan, los hombres descienden, vendrán
silenciosamente a atacarme. Los banqueros iranís, los vendedores de petróleo,
los ayatolas, el sha y farah diba, los republicanos, conservadores, gente que
no estuvo de acuerdo con el gobierno liberal que establecí. Eliminé el dinero y
restablecí el comercio de trueque, cancelé los impuestos, el gobierno es el que
paga impuesto sobre la renta a los contribuyentes, mandé retirar a todos los
perros de las calles, prohibí los premios en los palitos de paleta. Por más que
observo las calles no logro ver los sacos colocados en lugares estratégicos
para el ataque final. Y ni siquiera estoy de uniforme. Teresita, la
conspiradora, a propósito, no mandó a plancharlo. Voy a defenderme como un
civil. No tengo medios para alertar a la nación. Quieren que renuncie, pero eso
será lo último que haga. Ya vienen por el jardín, camuflados de verde. Se
arrastran sobre el césped, con los fusiles en las manos. Moriré como hombre.
—Teresita.
—¿Qué
pasa, mi amor?
—Ven, trae
tu diario. Vas a observar el momento más dramático de la historia americana.
—¿Qué
diario es ese del que hablas tanto?
—Contempla
los últimos momentos de un estadista liberal que procuró hacer lo mejor por su
patria.
—Ven a
dormir, Carlitos. Ya, ya. Ven ahora.
Ella me
agarra por la camisa, me doy cuenta de que estoy en pijama. Y, peor, un pijama
de rayas. Dios mío, ¿morir en pijama como un viejo jubilado en una silla de
fierro? Agarrarme debe ser la señal, como el beso de Judas. Van a descargar el
ataque final. Piensan que estoy dormido. Todos me traicionaron dentro del
palacio.
—¿Tú
también, Teresita, hija mía?
—También,
quiero que te vengas a dormir.
Mañana por
la mañana seremos dos muertos dentro de la Casa Blanca vacía. Sé que moriré,
por lo tanto, antes, mato a Teresita. Para que la vergüenza no caiga sobre
nosotros. Quiero mucho a esta mujer y no voy a permitir que el mundo y la
historia sepan la gran traidora que fue. No grites, Teresita, hago esto por ti,
por nuestro amor, aunque nunca hayas sabido acompañarme.
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