domingo, 10 de febrero de 2008

de Tierra nativa

Presento aquí un fragmento de "La estación de los muertos", la primera parte de Tierra nativa, de José Luis Rivas. Este es un poemario que me desconcertó en su primera lectura, me deslumbró en la segunda debido al desentrañamiento del regodeo formal como una importante vertiente de sentido (y por la multiplicación de referentes y por la excesiva autorreflexividad que lo hacen un texto sumamente coherente de principio a fin, etc. más adelante publicaré una reseña de él), y en las subsiguientes me sigue encantando.
A riesgo de mutilar el texto, presento un fragmento de una parte, un mínimo detalle, de una obra que considero a la misma altura que Cuaderno de noviembre de David Huerta, y a su autor como uno de los poetas mexicanos más propósitivos de la actualidad junto a Vicente Quirarte, Francisco Hernández y el ya mencionado Huerta.

***

Alguna vez me había dicho:
--Acoge blandamente mi imagen y recuéstala desnuda sobre la cara interna de tus párpados. Mi indómito perfume te doblegará; luego, de hinojos ante el ara que apuntalan mis muslos, vas a beber del cielo podrido. Y cuando veas en mi rostro la expresión arrobada de la Santa, expón mis pechos de niña al alanceo de coléricas avispas porque voy a atraerte contra las doloridas, vertiginosas espirales de mi gozo finando... ¡como quien ase entre sus garras un mínimo cuerpo celeste!

¡Oh, virgen desvariante,
enlaza a mis tobillos
tu exquisita lamedura de ola
al atardecer!
¡Oh, que tu lengua escale por mis ingles,
y al replegarse lleve en su resaca
mi espuma purísima!
¡Oh, muchacha,
asomándome al fondo de tus ojos
he visto peces sedeños...
y años después,
cuando me asía
a la dulce sazón de tus pechos,
he sentido en la frente
el embate de un piélago frenético...!

¡Oh, de hinojos ante el cieno,
recordaré por siempre
aquel instante en que resoplabas
como yegua en la cruza!
Y ahora, Capitán,
vayamos a tu tierra y su paisaje...
¿Recuerdas el fogonazo de los quemadores de petróleo
contra un costado de la noche
en las anochecidas costas?
¡Oh, acuérdate de la noche, Capitán!
¡De esa esponja henchida por el clamor de los sapos
y la espesa hiel del calamar azorado!
¡Oh aves marinas que se fugan de la arena parda
cuando el oleaje balancea
las calaveras sin sueño del espanto!

¡Y, oh, palmeras!
¡Que entre vuestras cortezas sobrepuestas, entrañadas vivan las figuras cordiales que mi amor
atreviera ya antaño!
¡Dibujos torpes a navaja contra la piel fluente del anochecer cuando en el cielo emergen
dos o tres luceros desvaídos!

Aquí se dan cita todos los confines. Esta es la pirámide donde se anidan todos los caminos. Aquí se desgañita el barullo anónimo.
Me encojo como una ostra; me ensimismo en los otros que soy para sustraerme de la noche y de sus ásperos zumos, para hurtarme a sus presencias incorpóreas o tangibles.
Rapto pacientemente cada una de sus estrellas, borro sus cifras encendidas, abrazo sus arrollos de agua sorda, sus flujos de coral que edifican al alba un río de esponjas exangües...
He derruido ya este día y la noche venidera, he despejado aquella que sólo mientan sus escombros de sombra. He vuelto trizas la esperanza... y su espera inútil al pie de la alborada. He desvanecido sus rastros para que su extravío torne la vida rediviva...
¡Ah, estoy tan muerta!
¡Llevo en los ojos el abandono sin más de las hojas levantiscas,
el turbio vuelo del polvo
--temblante vestidura de flores luctuosas--!
Ah, me acuerdo de aquel tiempo en que era la niña más alta de la clase y no formaba en las filas del Tiempo!
¡Y en las manecillas del girasol
sólo sabía leer el centro del jardín
y la dirección del fuego que avanza inexorable!
¡Me acuerdo de las tardes fragantes a caimitos,
a especiosos racimos
pudriéndose en el suelo!
¡Y quel mundo, sin prisa, sin demora, fluía puntual!
¡Y el pensamiento, entonces,
se hacía de palabras con las palabras mismas!

Teníamos en ese tiempo un herbario propio, y a menudo te llamaba "Flor-de-no-me-olvides", "Siempre-viva mía"... y un enlace insospechado acercaba el olor sucio del llantén a esa floración estólida que contrapone a los licopodios con sus parientes del reino. A la sombra de aquellos rincones vegetales, yo bebía boca a boca, luengamente, de tu jadeo.
Vivíamos entre los árboles, o al fondo de las cuevas de algún alcor, ahí donde hace su nido el ave-mosca, pájaro nunca ahíto de hermosura que liba todo el día de las rosas del cercado.
Y en ciertas tardes deliciosas, una anciana se allegaba al rechinante sillón de madera para ungir tu frente con grasa de cerdo y estamparte en cada sien una hoja ancha de margaritón. Y así que apretaba tu cabeza con un trapo rojo, los Espantos todos, a puertas abiertas, dóciles partían...

¡Ah, Capitán, mi amada
recordará por siempre
esas lecciones de guitarra!
¡Y esos navíos presos
dentro de un frasco de agua de Colonia!
¡Oh, Niña de los Extravíos,
regresa a mi abrazo
como un ramo de jacintos
que se entrega a la marea
para que nos lo vuelva agradecida!

¡Oh, háblame de ese niño, sofocado aun en estío, con el pecho todo embadurnado de menjunjes y cataplasmas que rezumaban un intenso olor a ajo y aguardiente! ¡Y de aquellas pócimas que impregnaban los labios de un sabor a pulpa de güiro, jerez barato y chanacate!
¿Qué es de auqellos altos corredores, siempre a oscuras, congestionados de bultos y cajones de madera, para que no fuera a colarse, ni una vez siquiera, el temible Chiflón, padre de las fulmonías de un instante, y de esas largas constipaciones que tapizan con sus escaras las paredes porosas del resuello?
¡Ah las ropas, franela, felpa o lana, con que el invierno lo enfundaba de cuerpo entero por una larga temporada de hastío!
--¡Oh, sí, cuando las muchachas llevávamos enlazado al cuello un remoto olor a légamo, a mordisco viajando por la piel de las eras!
--¡Y la luna se embarullaba en la telaraña de una nube!
¡Sí, yo bebía, boca a boca, luengamente, de tu jadeo!... ¡Y en aquella hora, la más temprana! ¡Cuando sorprendíamos a los nacateros del alba entregados a su faena salvaje!
Por la mañana, al mediodía, en la tarde, a todas horas se oía el trasiego de la molienda. De camino al trapiche, lanzábamos piedras a la ciénaga, de donde salían en vuelo las pollas de agua... Llegábamos con mucha sed, a bebernos una garrafa entera de aguamiel, y ya de regreso, el chicle de la caña, que destempla las muelas, nos fijaba largas horas en el beso...
¡Durante la lección de guitarra le di el llanto de un gato en celo a tu placer, niña que te desvanecías todas noches en mis brazos tal cítara amorosa!

Desnuda sobre la colcha color vino tiritas como un ave de barrunto. (Y un niño entrecierra la cortina. Es el viento que parte.)
Arbusto de coral en la marisma, tu cuerpo se revuelve entre las sábanas. Sabes a la brisa del amanecer, a esa fragancia que dejan las algas en la arena...

¡No es mi amor de esos que se dicen,
Capitán!
¡Acaso sólo un aire dulce de flautas podría llevarte a su vera!

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