Como es ya una costumbre, sobre la marquesina se ha vuelto a poner la frase “relevo generacional”. Empieza a hablarse de una generación que aún no existe, que aún no ha hecho nada para demostrar su valía (porque un puñado de primeras novelas o segundas o terceras no es obra) y que simplemente se agrupa por haber nacido en los años setenta. En su edición de invierno 2004-2005 Blanco Móvil publica el ensayo “Historias para un país inexistente” de Geney Beltrán Félix (1976), donde ya comienzan a barajarse nombres como “Generación de la Crisis”, la “No Generación” de escritores nacidos a partir de finales de la década de 1960. Además de la edad, Geney le otorga otros rasgos: “la constatación de que no hay país” y que “ahora sólo existe la perspectiva personal, desunida, libre y en soledad”. De la misma forma, Rafael Lemus en su “Aquí, ahora: cuatro notas sobre la nueva novela mexicana”, publicado originalmente en la revista española Quimera (2007) y recientemente en Confabulario (Núm. 202, 1 de marzo 2008), arriesga una “radiografía de la nueva generación de escritores mexicanos”, según los editores, donde Lemus exige: “Escribir aquí y ahora: no puede pedirse algo más elevado a los nuevos narradores mexicanos. Si sólo cuatro de ellos actuaran de ese modo, la generación quedaría justificada. Porque hay una nueva generación y aún no se justifica”.
A Nosotros (y este nosotros es virtual; es un nosotros que sólo involucra el yo; a mí que ahora escribo), los nacidos en los setenta, nos tocó vivir como escritores el inicio del siglo XXI. Y ante nosotros tenemos una serie de preocupaciones (literarias y sociales) que son a la vez alientos:
1). La impostergable desaparición (una desaparición parcial, claro está) del libro como lo conocemos ahora. 2). El nacimiento en medio de una edad oscura donde la literatura mexicana no es otra cosa que una aparente repetición de intentos fallidos y donde no existe, ni siquiera, una nueva La región más transparente (en el entendido de que ésta es una primera novela y que su autor tenía 30 años y que apareció en 1958) que, acaso, alguien cerca del 2050 podrá repetir. 3). Además de la inquietante conciencia de ser antecedidos por una generación postboom, la de los sesenta que acuñó para explicar su presencia términos —o estrategias editoriales cuyos aportes estéticos son nulos— como McOndo, Crack, y Generación Fría que luego devino en Generación de los Enterradores. 4). También, como enigma (¿inútil? o ¿necesario?), la encrucijada de cien aristas que representa la noción de que actualmente (los ríos temáticos que corren en sentido inverso al gran mar que significó el Tema de la Revolución se están secando) no hay Tema Mexicano. 5). Y de la mano del anterior punto, la incertidumbre de la utilidad de encontrar o buscar el Tema Mexicano, a riesgo de que se confunda con un nuevo nacionalismo.
Tres, o más, podrían ser las posturas ante la catarata de propuestas de lo que los “jóvenes escritores” están haciendo o se vislumbra que harán. Las más representativas, quizá, son dos. La de los escritores que tratan de descubrir cuál es el siguiente Gran Tema (mexicano o no). Y la de los escritores que están en busca de una “obra honesta”, ramificación del individualismo que es, como dice Geney Beltrán, “la única comunidad viable para el escritor es la que él formará en torno de sus textos”.
Esta aseveración nos enfrenta con varios asuntos. ¿Estamos ante la continuación o el inicio?
Para arriesgar una sentencia que valga la entrada al juego de las predicciones (entendiendo que las otras vertientes, la del escritor solitario, casi atemporal, en busca de una obra maestra no necesita explicaciones) y para ubicar lo que en este momento pudiera tener prioridad (y en consecuencia, necesidad de estudio) diremos que estamos en el inicio del Ciclo, sentando las bases temáticas para las obras que habrán de escribirse. No es gratuito que a partir de 2000 una buena parte de las discusiones literarias o extraliterarias se han centrado en este asunto. Ni gratuito es el afán de definir generaciones, de nombrar o denostar grupos, de explicar tipos de literaturas, de hacer antologías, o revisiones de lo que se ha hecho, de sus logros, y de toda clase de arriesgados planteamientos que denotan una natural incertidumbre.
En 2005 Christopher Domínguez (1962) nos dice en qué momento no estamos: “La literatura latinoamericana tuvo su esplendor durante la segunda mitad del siglo veinte”. Luego advierte que por el momento no aparecerán obras como las de los grandes maestros latinoamericanos, y remata diciendo “ninguna cultura tiene por qué librarse de los placeres del estancamiento o de la decadencia”. A manera de cierre de década, quizá, a finales de 2007 Domínguez lanza su controvertido Diccionario crítico de la literatura mexicana (1955-2005) donde sólo menciona a tres autores de los setenta. La generación aún no se ha ganado el derecho más que a ser nombrada como “nueva literatura”.